BOGOTÁ - En la Cartagena de Indias colonial y sofocante hay espacio para la generosidad. En su cárcel de mujeres, muy especialmente. Ha bastado tan solo que una colombiana regresara de Barcelona a su tierra para emprender una nueva vida personal, dedicada esta vez a los demás. A semejante afán altruista se debe que numerosas internas de esta prisión colombiana puedan redimir buena parte de sus condenas en un improvisado restaurante abierto al público, en una peluquería, o en los recodos de una librería donde no faltan los textos del ídolo local, Gabriel García Márquez.
La experiencia del restaurante es única en el mundo. Un grupo de cocineras -en su inmensa mayoría de color- atienden los guisos de agradable sabor amazónico detrás de unas barras que identifican rápidamente que no se trata de un sitio cualquiera. No son los tristes barrotes de una cárcel, pero es fácil recrearlos sin muchas gotas de imaginación. Como si fueran guisanderas, cuidando el ropaje propio del oficio, se sienten observadas por una clientela sorprendida. Ellas se saben una excepción del mundo real, de ese que casi lo tocan con la mano y observan cada vez que se abre la puerta de la calle a escasos 20 metros, mientras olvidan que fundamentalmente el robo continuado y el trapicheo de drogas, tan propio en un país víctima del cruel narcotráfico, les llevó hasta allí.
Son una gota en el vasto océano y se quieren aferrar a la evidente visibilidad social de su proyecto para resistir antes de que tomen cuerpo los malignos rumores que les auguran un futuro más que incierto. Mientras tanto, en el afán del día a día, elaboran con mimo una sugerente carta donde el comensal dispone para elegir entre tres aperitivos, otros tantos platos fuertes y postres caseros a un precio ajustado sin otro reclamo publicitario que el boca a boca y el agradecimiento sincero. Y ya cuando recogen las mesas vacías saben que les espera la celda, pero también que su pena se sigue recortando a mayor velocidad que antes. - J. M. Gastaca