Había que elegir entre seguir matándonos o procurar la paz para siempre”. Juan Manuel Santos lo tuvo claro en su despacho presidencial del Palacio de Nariño, situado en el centro histórico de Bogotá. Este periodista colombiano, de formación americana y maneras siempre amables, se ha jugado a una carta su prestigio político: pactar con las FARC el final de la violencia de un conflicto bélico que deja al menos 260.000 muertos, siete millones de desplazados y un Estado tambaleante durante medio siglo.

Lo ha conseguido sobre el papel, consagrado como irreversible en la Constitución, pero a cambio de inmolarse políticamente y dividir el país en dos bloques prácticamente irreconciliables durante los próximos años. Quienes ansían la paz para acometer así de una vez el desarrollo pendiente de sus infraestructuras y de su despegue económico tienen enfrente a una ingente legión que alimenta sus suspicacias por el supuesto trato de favor a los guerrilleros que advierten en el acuerdo firmado en La Habana. Una entente alcanzada tras más de seis años de negociaciones y que avala la comunidad internacional con mucho más ahínco, sin embargo, que la propia Colombia.

Al iniciar su mandato en 2010, y después de foguearse como ministro de Defensa de Álvaro Uribe, el presidente Santos se fijó la consecución de la paz bajo una premisa primordial: “No se podía fracasar en el intento”. Junto a su círculo más próximo -donde puede citarse la solvencia de Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo- diseñó una estrategia de aproximación que alentaba su propósito: “Podemos seguir luchando mucho más tiempo contra las FARC, pero no tenemos la seguridad de acabar ganando”. Así las cosas, dedicaron el primer año a sondear al enemigo, al que ya habían detectado las primeras debilidades por las frecuentes bajas que le infligía el Ejército.

Lo hicieron, de entrada, usando “métodos del siglo XIX”, como admite uno de los negociadores, ahora alejado del volcán político. “Mandábamos una carta que tardaba tres semanas en llegar al destino y la respuesta, otro tanto”. Pero fue suficiente para que en febrero de 2012, sigilosamente, una avioneta sin parte oficial de vuelo recogiera a Rodrigo Londoño, Timochenko, en plena selva. Había, al menos, entendimiento para ponerse a hablar en torno a un acuerdo marco.

Fue entonces cuando un improvisado piloto intentó tranquilizar torpemente al jefe militar de la guerrilla a quien venía a recoger como negociador. “Está usted en las manos del Gobierno, en manos seguras”, le dijo posiblemente preso de la tensión del momento histórico. El sucesor de Tirofijo, creador de la banda asesina que en 1964 puso en pie la revolución campesina, pensó por unos interminables segundos que era una trampa.

En secreto Nadie conoció la existencia de estas primeras exploraciones durante el siguiente medio año. Fue en 2012 cuando Santos oficializó las negociaciones y se comprometió a validar su resultado en un referéndum mediante un anuncio del que se arrepentiría más de una vez por su efecto boomerang. Fueron casi cinco años de estratégicas negociaciones, sobresaltos y recelos mutuos capaces de documentar películas y libros de historia, trama negra y ficción hasta llegar a un acuerdo que, no obstante, estuvo a punto de dinamitarse el día que el Ejercitó abatió a Alfonso Cano, máximo líder entonces de las FARC.

Pero el plebiscito de 2016 ha dividido en dos a Colombia. Una exigua diferencia de 53.000 votos (1,3%) zarandeó la esencia de los acuerdos de La Habana, firmados por Santos y Timochenko. La derrota, a la que contribuyó la oposición sin escrúpulos de Uribe, las pésimas explicaciones del Gobierno y la influencia de la Iglesia, obligó a sus impulsores a revisar un tratado que siempre tuvo el apoyo económico de Noruega -el coste final de los años de negociaciones fue milmillonario-, Estados Unidos -“Hubiera sido imposible con Trump”, reconocen en el Alto Comisionado- y la Cruz Roja. Y al hacerlo inocularon en un amplio espectro de la población -sobre todo en las ciudades, que no en las selvas abandonadas desde siempre por el Estado- la duda sobre la idoneidad del pacto.

Había llegado la paz, sí, y las víctimas del conflicto eran unánimemente reconocidas desde ambos bandos, pero después de entregarse y abandonar las armas la guerrilla se aseguraba inquietantes prerrogativas. A cambio del cese de la violencia, sorteará la cárcel con un reconocimiento de la culpa ante un Tribunal Jurisdiccional creado para la ocasión, entrará sin problemas en la política activa y sus combatientes dispondrían del 90% del salario mínimo (220 euros) durante dos años y medio.

La celebración, por tanto, no ha sido completa tras aquel fotografiado apretón de manos entre Santos y Timochenko en la colonial Cartagena de Indias. En las FARC, con un ejército volante de 10.000 voluntarios y 2.500 en prisión, alrededor de 1.200 se han distribuido ya en grupos de disidencia activa, una cifra que puede aumentar a medida que se extienda la decepción entre los confesos. Centenares de exguerrilleros no han tenido un proceso de reincorporación efectivo y sienten la tentación de ofertas de hasta dos millones de dólares americanos al mes para que se olviden de la paz y sigan cultivando la coca. Pertrechados en montañas, jamás cambiarán los beneficios de los campos de la droga por un salario mínimo que les obliga a adaptarse a una sociedad que siempre aborrecieron y que les sigue aborreciendo por el daño causado.

Y, además, tienen armas en zonas de Antioquia, Cauca, Nariño, Valle del Cauca y Putumayo que siempre han dominado. El Estado, en cambio, lucha con más voluntad que hechos por agilizar los procesos de generación de cultivos y, en especial, el cacao para facilitar la necesaria subsistencia a quienes desde niño solo conocieron el ruido de la metralleta y de las ondas explosivas.

Las FARC hicieron tambalear durante mucho años al Estado colombiano. Sobre todo en la década los ochenta donde el secuestro, la extorsión y el narcotráfico acribilló la estabilidad de un país que ha llegado a destinar el 5% de su PIB a luchar contra la violencia. Sirva el dato de los 40.000 secuestros registrados entre 1970 y 2010. “No podíamos construir carreteras y desarrollar el turismo, la gente no salía de sus casas, no viajaba. Cuando iniciaba un desplazamiento por la carretera podía ser secuestrada en su coche a los 10 kilómetros”, recuerda un miembro del actual gobierno, entonces senador. Eso sí, el narcotraficante Pablo Escobar batió la extravagancia: secuestró un avión en pleno vuelo.

Descontento Prisioneros de estas pesadillas, una generación de colombianos sufre cuando trata de metabolizar los acuerdos de paz mientras el Estado asume las dificultades para su correcta implementación. “No van a pagar nunca por sus muertes”, dicen en el entorno de quienes voltearon el plebiscito. Desde luego, ningún guerrillero irá a la cárcel una vez asuma su culpa ante el Tribunal Jurisdisccional después de saldar sus deudas ante la Comisión de la Verdad. Incluso, podrán participar en política.

Las FARC se estrenarán electoralmente como partido legalizado en las elecciones del próximo año. De momento ya tienen asegurados cinco escaños en la Cámara de Representantes y otros tantos en el Senado, que pueden aumentar si los votos les acompañan. Ha bastado que el congreso celebrado en Bogotá tras la aprobación parlamentaria de los acuerdos mejorados de La Habana dieran su nombre de guerra a su nuevo partido para que los críticos con el proceso de paz adviertan de que siguen desafiando a la convivencia democrática.

Bien lo está sufriendo el presidente Santos en carne propia. En las puertas de su despedida, mientras sigue con un ojo preocupado por la deriva de la vecina Venezuela y recomienda “generosidad” en el diálogo entre Rajoy y Puigdemont, asiste a una debacle de sus índices de popularidad. Reconocido en el resto del mundo donde se le espera para un calendario interminable de conferencias, siente la traición de muchos de sus antiguos colaboradores y en especial de Álvaro Uribe, ariete de la feroz oposición y con argumentos propios de la postverdad, y también de su último vicepresidente, Germán Vargas Lleras, que intenta convertirse en su sucesor. El precio personal de la paz.