La victoria por mayoría relativa de ANO -el partido del multimillonario Andreij Bubis- en las legislativas checas del pasado fin de semana sería un episodio más de la política centroeuropea, si no fuera porque es sintomática de una alarmante querencia de la sociedad europea de hoy en día hacia la intolerancia.

ANO (acrónimo de Acción de los Ciudadanos Descontentos, por sus siglas en checo), que alcanzó solo 78 de los 200 escaños del Parlamento de Praga, fue el partido más votado porque fue el que con más claridad reclamó una reforma de la política comunitaria de inmigración. Bubis aboga por una reforma amplia, profunda y, sobre todo, restrictiva; quiere menos refugiados y fugitivos y quiere menos generosidad comunitaria para con ellos.

Lo malo de esa victoria no es que los checos le den la razón al señor Bubis; lo alarmante -lo muy alarmante- es que lo hagan solo unos días después del triunfo de los conservadores austriacos con una postura antinmigrantes muy similar. Y que a esta hostilidad la hubiesen exhibido mucho antes búlgaros, griegos, eslovenos, húngaros, polacos, y hasta británicos, si se tiene en cuenta que una de las principales razones -pero, no la única- del Brexit fue el hastío de buena parte de la población insular ante el alud de gente no británica que entraba en las islas y de normas no británicas que se imperaban en Gran Bretaña: las de las legislación comunitaria.

Olas de xenofobia e intolerancia las hubo a montón en la historia de Europa, pero nunca se produjeron en una época de bonanza como la actual y de una forma tan indiscriminada como ahora. Naturalmente, también fuera de Europa se registran tendencias similares; la victoria electoral de Donald Trump, por ejemplo, en los últimos comicios presidenciales estadounidenses tenía cómo uno de sus pilares el eslogan América primero, Estados Unidos para los estadounidenses ante todo.

Muchos sociólogos han señalado la pérdida de valores morales del Viejo Continente como causa más probable de este fenómeno. Un mundo que exacerba la competitividad y la recompensa material de esa tiene que desembocar -dicen los sociólogos- en un egoísmo radical, despiadado. Quizá sea esta una de las raíces del problema, pero señalarla ayuda bien poco porque un eventual cambio moral de la sociedad requiere muchas generaciones y los problemas que afronta la política no pueden esperar tanto. Y las angustias de los desplazados y los hambrientos, tampoco.