son cerca de 700.000 los jóvenes que pueden perder su permiso para seguir viviendo en Estados Unidos; representan el 2% de la población y tan solo el 7% de los residentes indocumentados, pero ocupan el primer plano en el debate político y se enfrentan a una gigantesca muralla de cemento que ni está construida ni lleva trazas de convertirse en realidad.

Se trata de los dreamers, una palabra que tanto significa “soñadores” como las siglas de la ley DREAM (Developement, Relief and Education for Alien Minors) que nunca se llegó a aprobar y que trataba de resolver la situación de los jóvenes a quienes sus padres trajeron de niños a Estados Unidos, donde tienen la única casa que conocen y con el inglés, en muchos casos, como único idioma.

El Congreso debatió durante diez años las fórmulas para integrarlos y protegerlos de una deportación que a casi todos les parece inhumana, pero al ver que no llegaban a un acuerdo, el presidente Obama recurrió a una orden ejecutiva conocida por sus siglas DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals).

Estos jóvenes podían permanecer en el país si no han cometido delitos, trabajan o asisten a alguna escuela, pero la solución era provisional y ahora están en el limbo al que les ha mandado el presidente Trump, al decidir que la medida expirará dentro de seis meses.

Así ha puesto en marcha un intenso debate político pues, si bien estos jóvenes representan una pequeña parte de los indocumentados, la cuestión migratoria divide al país e incluso provoca grandes diferencias en el seno de republicanos y demócratas, entre quienes favorecen una política muy restrictiva ante los inmigrantes y los que por razones humanitarias o por intereses empresariales favorecen la llegada de más extranjeros.

Pero no es solo esto, sino que la campaña presidencial de Trump agravó la situación: por una parte, se sumó a quienes se oponen a la inmigración, y por la otra, prometió hasta la saciedad construir una versión americana de la Gran Muralla china a lo largo de los 3.200 kilómetros de la frontera mexicana.

la valla ya es real Después de insistir durante meses en que México pagará por ese muro, la Casa Blanca ha empezado a pedir presupuestos para la construcción de una auténtica fortificación de acero reforzado con cemento y de 6 metros de altura. En algunos lugares, como en Arizona, el muro ya existe y además le añaden una segunda valla de tela metálica y una tercera pantalla virtual con sensores, cámaras y otros medios electrónicos, pero semejante fortificación tan solo ocupa extensiones pequeñas, y tanto los inmigrantes indocumentados como los narcotraficantes utilizan otros vericuetos menos protegidos.

Esta construcción empezó ya con el presidente Bush, quien esperaba que la protección fronteriza sería suficiente para marginar a los políticos más contrarios a la inmigración, de forma que sería posible aprobar leyes para normalizar la situación de los indocumentados que viven bajo la amenaza constante de ser deportados.

No fue así y por mucho que republicanos y demócratas aseguren que quieren resolver la situación, ambos partidos han de atender intereses contrapuestos y quedan paralizados por su temor de alienar a una parte de sus votantes. Un problema son los llamados “nativistas”, que no quieren ver extranjeros y están convencidos de que los trabajadores norteamericanos salen perjudicado porque han de competir con inmigrantes dispuestos a trabajar por menos dinero.

Quizá más grave sea la divergencia de intereses entre ambos partidos: los demócratas insisten en que se ha de ofrecer la nacionalidad norteamericana a los indocumentados y se oponen a las propuestas republicanas que permitirían a estos inmigrantes legalizar su situación, pero sin convertirse en ciudadanos.

Ambos se cierran en banda en este aspecto, por el sencillo motivo de que los inmigrantes en general votan por los demócratas, quienes se frotan las manos ante la perspectiva de ganar 12 millones de votos o la alternativa de condenar a los republicanos por ser desalmados.

Ahora, parece ser que Trump no solamente quiere jugar la baza de esta muralla para resolver la situación de los indocumentados, sino que por segunda vez se alía a la oposición demócrata para conseguir sus fines que, en este caso, es lograr una solución permanente para los dreamers.

Parecía que tal vez quería utilizar la crisis humanitaria que representan estos 700.000 jóvenes para que el Congreso le dé el dinero con que fortificar la frontera, pero ha indicado que su muralla puede esperar, lo que le acerca aún más al Partido Demócrata. Muchos señalan que una muralla de acero y cemento es un anacronismo en la era del chip y la vigilancia electrónica, pero más urgente es la cuestión de que el país se puede enfrentar a una grave falta de mano de obra.

Trump ha vuelto a repetir que quiere crear más puestos de trabajo, pero en un país con pleno empleo (el índice de paro del 4% lo consideran los economistas como pleno empleo) cabe preguntarse quién ocupará estos puestos. Y de manera más urgente, está la cuestión de quién reconstruirá Texas y la Florida sin los inmigrantes que llegan de México y otros países del continente. Normalmente es difícil encontrar trabajadores para las faenas más duras y ya antes de la destrucción causada por los huracánes Irma y Harvey, el 30% de los obreros de la construcción de la Florida y el 40% de Texas eran inmigrantes.

La solución está en manos del Congreso, que lleva ya 16 años planteándose una solución al problema migratorio sin que haya indicios de que nadie esté dispuesto a ceder. Quizá la crueldad de deportar a jóvenes que no conocen más país que EEUU sirva de impulso para una solución. De no ser así, los legisladores se quedarán sin el cemento para edificar la muralla y los estadounidenses sin los albañiles para reconstruir sus ciudades.