A Joçe su tía le acusó de matar a su hermano, dos años más joven que ella, y a su abuelo de 82 años, que empezó a ponerse muy enfermo, y a acusarle a ella de ser la causa. La tía Vero se gastó mucho dinero tratando de curar al abuelo, pero sólo Joçe podía curarle, según ella. Cuando, moribundo, el viejo le pidió a Joçe que por favor le curara, ella le respondió que rezara a Dios, lo que quiere decir según la tía que Satán es más fuerte que Dios. Muerto su padre, la tía buscó ayuda para defenderse de la niña-bruja y encontró pastores dispuestos a rezar por ella, lo que le costó otro dineral.
Para que el exorcismo parezca real los profetas utilizan amarres y temperaturas hirvientes para hacer sufrir a las brujas. Joçe acabó huyendo de casa y desde el punto de vista de la tía fue como el crimen perfecto porque se deshizo sin consecuencias de la persona con la que tendría que haber repartido la parcela heredada del abuelo.
Joçe y su difunto hermano nacieron en Angola, pero cuando murió su madre siendo ella pequeña su padre les trajo a Kinshasa (República Democrática del Congo) y les dejó con su hermana antes de volver a desaparecer hasta hoy. Si no fue verdaderamente un crimen perfecto fue porque Joçe consiguió eludir el destino de fasseur (shege); ahora vive en un centro abierto de acogida de niñas abandonadas sito en Bumbu/Kinshasa, donde vivo yo también.
Al filo de la media noche, cuando por fin han encendido la luz después de cortarla, como todos los días a primera hora de la mañana, Kazadi merodea en la penumbra por el patio. Hay luz en mi habitación y ella se mueve y pronuncia palabras ininteligibles. Abro la puerta y la veo en la boca negra de un pasillo y se queda mirando, y dice dos veces “yaka yaka” (ven) mientras se mueve como perdida en la ansiedad. Cuando tiene sus crisis que llamamos de epilepsia, Kazadi se levanta por las noches como hoy mientras todas duermen y se pasea sin miedo a nada.
Pascal, el centinela, me ha contado que suele ir a las letrinas. Mete la mano en el agujero para saborear los contenidos. No he ido adonde ella quiere; de pronto he sentido miedo de una niña de 11 años. Mientras ella se acerca con la mirada perdida pronunciando palabras indescifrables, yo entorno la puerta y ella forcejea para entrar, y se hace daño. Abro la puerta avergonzado y veo una niña que reclama cariño y contacto físico con otra persona; en un momento de lucidez trata de salir de su permanente aislamiento. Pero me da un golpecito en los genitales y mientras trato de preguntarme si su movimiento ha sido intencionado, veo en su rostro una enigmática sonrisa que no conocía, una curva en la comisura de sus labios que da contenido a su mirada inexpresiva pero intensa, y vuelvo a sentir miedo. Llamo a gritos a Pascal, que sin duda ha tenido que oírnos desde el principio, pero no sirve de nada hasta que Kazadi y yo entramos en la mosquitera de su habitación para que se levante y nos diga lo que hay que hacer en estos casos.
Kazadi sigue hablando idiolécticamente. Solo entendemos la palabra “papá, papá”, pero aquí no hay ni un padre como suele decir el centinela que acaba cogiendo el palo para empujar a la niña hasta su cuarto como si fuera una vaca sonámbula. Y ella, entonces, quejándose a gritos, se tumba pegada al cuerpo de la pequeña Arsene en la misma postura, recostada como en una placenta imaginaria en el calor de otro cuerpo.
Sin embargo, Pascal con el palo le dice que ése no es su sitio, ése es el sitio de Keina, que ahora llega desde las letrinas y se queda en la puerta a mi lado con cara de dormida y de fastidio. Pascal agarra a Kazadi con el brazo extendido como si fuera una culebra venenosa y, de un rápido movimiento, la saca de la placenta y la arroja a un trocito de tela, separada del resto de los cuerpos, donde está el sitio de Kazadi.
¿Poseídas? Otras niñas que duermen en el mismo suelo se han despertado por el ruido y se quejan de lo mucho que molesta Kazadi. Ella todavía se revuelve para levantarse, como si estuviera poseída, y Pascal, retrocediendo, le gobierna con la punta del palo como si temiera que ella se lanzara súbitamente contra él. Somos nosotros y no ella los que estamos poseídos. Es lo que Kazadi ha querido mostrarme cuando tal vez percibió que escribía sobre la brujería. Extrañamente, antes de volver a mi habitación, Kazadi y yo nos cruzamos la mirada y veo la misma enigmática sonrisa en sus labios y su mirada abstracta. Necesita un padre pero el suyo, al menos la persona que la custodiaba, trajo a la pobre niña a este barrio para abandonarla en la calle en mitad de la noche. Fue en septiembre de 2015. Tenía una reciente quemadura en el brazo y no decía ni una palabra. Se llama Kazadi Dorkas, es lo único que ha contado hasta ahora, lo único que sabemos de su pasado.
El miedo que provocan en los otros durante sus crisis epilépticas las hace brujas, cuando no la mentira y el egoísmo que trata de suprimirlas como personas cuando se vuelven molestas. El auténtico reto lo afronta el entorno de las diferencias, el entorno que las deja huérfanas o las maltrata cotidianamente y que las abandona como a Joçe o Kazadi al destino fasseur.
En este centro abierto donde pueden venir para comer una vez al día, dormir bajo techo y tal vez estudiar en el futuro, si se portan bien, hay 39 niñas en esta situación, acusadas de brujas por tías, madrinas o incluso abuelas que las abandonaron a la vida en la calle, donde las chicas, tengan la edad que tengan, tienen que hacer lo que se hace en la calle para poder sobrevivir. En el caso de las chicas prostituirse por las noches incluso por un dólar, para perderse cada vez más al fondo en el abismo de la maldad.