El espectáculo del Senado estadounidense, donde el partido mayoritario no ha sido capaz de aprobar unas reformas que llevaba prometiendo durante siete años, genera todo tipo de explicaciones y es naturalmente causa de sorpresa e indignación en las filas conservadoras, donde se preguntan dónde están las promesas electorales y tratan de entender las disputas que han impedido el acuerdo.
Lo más incomprensible es que el fracaso se produce en una situación tan favorable como inusual para los republicanos: no solamente tienen un presidente de su partido, sino que además controlan las dos Cámaras. cosa poco frecuente: desde 1933, cuando acabó la presidencia de Herbert Hoover, ningún presidente republicano gobernó sin que por lo menos una de las Cámaras estuviera en manos de la oposición demócrata. Algunos, como Richard Nixon, Gerald Ford o el primer presidente Bush, tuvieron que gobernar con ambas Cámaras bajo control de la oposición demócrata.
Para los demócratas, en cambio, la situación ha sido más favorable, porque en el mismo espacio de tiempo, nada menos que 6 presidentes tuvieron el apoyo de su partido en el Congreso, aunque en algunos casos por poco tiempo. Tan solo Theodore Roosevelt y Jimmy Carter gozaron de esta situación durante todo su mandato. Otros, como John Kennedy, Lyndon Johnson, Bill Clinton y Barack Obama, tan solo disfrutaron de tales mayorías al principio pero una de las dos Cámaras cambió de manos durante su mandato.
El pasado noviembre, al conocerse los resultados, los republicanos y su recién elegido presidente Donald Trump se frotaban las manos, pero ahora se frotan los ojos para enjuagarse las lágrimas: en vez de los avances que se prometían en cuestiones que ambicionan desde hace tiempo y que los demócratas habían conseguido bloquear, son los republicanos mismos quienes se bloquean los unos a los otros y brindan el triste espectáculo de no saber gobernar cuando tienen el poder.
Las consecuencias pueden ser graves para el resto de la legislatura, y peores aún para las elecciones que se celebrarán dentro de quince meses, cuando seguro que no habrá desparecido el mal sabor de boca y los demócratas podrán cosechar el voto del desencanto. El fracaso en la reforma del seguro médico indica que puede ocurrir otro tanto con el también ambicioso plan de modificar el sistema fiscal y reducir los impuestos para estimular el crecimiento.
A la hora de buscar culpables, algunos apuntan al daño social que habría hecho una marcha atrás en la reforma sanitaria, o al bocazas del presidente que habla mucho pero no ha dedicado tiempo a vender la reforma republicana, o a las diferentes corrientes dentro del partido.
La causa, en la Constitución Todo es verdad, pero la causa real de la situación es la propia Constitución estadounidense, algo que los padres de la patria quisieron desde el principio y de lo que muchos norteamericanos se sienten orgullosos: desde su fundación, el país trató de evitar una estructura de poder superior, como la que había en las naciones europeas de las que habían marchado para buscar refugio en un nuevo país.
Cualquier escolar, cualquier inmigrante que prepare su examen para obtener la ciudadanía, aprende el principio de checks and balances, algo así como controles y equilibrio, en que tratan de limitar la autoridad de las instituciones y lo hacen precisamente contrapesando a las unas con las otras.
No es ya solo que las tres ramas de gobierno -ejecutiva, legislativa y judicial- sean independientes la una de la otra y tengan la misma categoría, con lo que a menudo se bloquean la una a la otra, sino que este sistema made in the USA exige unas fidelidades que no conducen a la disciplina de partido a nivel nacional.
Senadores y congresistas han de responder a sus votantes inmediatos. No hay listas de partido, cada congresista ha de someterse a votación cada dos años, ha de responder a intereses locales y ha de hacerlo con rapidez. Los senadores, con un mandato de seis años, tienen más tiempo, pero quienes los eligen son los residentes de sus estados y de poco les sirve el apoyo del presidente o su buen comportamiento en los escaños de Washington, si sus electores no están contentos.
En el caso de la reforma médica, a pesar de todos sus problemas ha extendido el seguro gratuito de Medicaid, que atiende a los indigentes, a cualquier americano, que gane menos de 48.000 dólares anuales (unos 41.150 euros), es decir, mucha gente de clase media. Aunque estos servicios médicos son de mala calidad, ni congresistas ni senadores quieren permitir que les acusen de desalmados. Además, los grandes medios informativos, en su mayoría de simpatías demócratas -cuyos redactores acostumbran a tener buenos seguros médicos sin necesidad de utilizar la ley patrocinada por Obama- machacan insistentemente con la advertencia de que 22 millones de personas perderían su cobertura.
A todo esto se añade la complicidad de las aseguradoras: tienen grandes intereses en juego para mantener el sistema actual, que consiste en imponer unos precios artificialmente altos para el consumidor directo, mientras que ellas pagan un precio concertado mucho menor, de forma que el sufrido paciente no tiene más remedio que pagar: o unas primas descomunales, o unas tarifas médicas astronómicas.
Toda esta dinámica se magnifica por las dimensiones geográficas y demográficas de un país-continente y muchos republicanos temen perder sus escaños el año próximo. Pero los demócratas aún no pueden celebrar nada: con la economía viento en popa, la memoria popular es mucho más corta que su bolsillo y en un lugar tan dinámico como Estados Unidos, quince meses también son Made in the USA: hay tiempo sobrado para fuertes reveses de fortuna.