washington - Para un político que ganó las elecciones basado en su promesa de romper moldes y centrarse en otras cuestiones tanto dentro como fuera del país, no deja de ser irónico que su primera crisis internacional, Corea del Norte, sea un lastre que Estados Unidos arrastra desde hace más de 60 años y cuya solución, de haberla, pasa por concesiones que Donald Trump difícilmente habría imaginado cuando trataba de ganar la presidencia de Estados Unidos.

Corea del Norte, la última dictadura estalinista del mundo, es insignificante en comparación con los EEUU y ni siquiera existiría de no tener la ayuda china, pues ante las pretensiones militaristas del régimen, su viabilidad económica es nula.

Para Washington, estos alardes militaristas y los aspavientos nacionalistas han sido hasta ahora ridiculeces en la lontananza, pero al amparo de Pekín, que no puede ideológicamente hundir a un régimen comunista y que económicamente teme que un colapso norcoreano determine una invasión de las tierras limítrofes chinas por millones de norcoreanos hambrientos, Pyongyang ha seguido al pie de la letra el modelo que otrora llevó a la URSS a la quiebra: los escasos recursos del país se han ido invirtiendo en un complejo militar capaz de producir armas sofisticadas.

El presidente norcoreano Kim Jong-Un lo ha hecho por razones de política interna, para ganarse el apoyo forzoso del Ejército y la población, víctima esta de un lavado de cerebro que la hace ver enemigos en todo ciudadano de otro país, comenzando por los estadounidenses.

Pero eso de que no hay enemigo pequeño se demuestra una vez más porque hoy en día Corea del Norte ya es capaz de fabricar cada seis semanas una bomba atómica de la potencia de la que destruyó Hiroshima en la Segunda Guerra Mundial y está además preparada para iniciar la producción de bombas de hidrógeno. Numéricamente es un arsenal ridículo, pero si sigue creciendo al ritmo previsto por los servicios de espionaje militar occidentales, llegará muy pronto a ser suficiente para desequilibrar todo el Este asiático.

Y si se le da tiempo, la balística de largo alcance norcoreana llegaría simultáneamente con la producción de la primera bomba H a tener la fiabilidad y poderío de crucero suficiente para alcanzar Alaska o, incluso, Seattle.

Si resulta evidente, que hay que frenar el desarrollo armamentista norcoreano ya, la pregunta es cómo y a qué precio. La solución simplista de unos bombardeos de las instalaciones militares norcoreanas no es factible sin el consentimiento chino, aparte del enorme costo propagandístico que supondría en la opinión pública mundial, sin olvidar los riesgos que un contra ataque norcoreano presenta para Corea del Sur, cuya capital, en que viven casi 20 millones de personas, se halla a tan solo 50 kilómetros de la frontera.

Es evidente que Trump necesita la cooperación china para amordazar a Pyongyang, pero esta ayuda tiene un precio, que evidentemente es objetivamente alto y subjetivamente altísimo para un recién estrenado presidente que ha arremetido constantemente contra la política financiera e industrial de la China.

De momento, Pekín le ha dado un botón de muestra a Trump al castigar a Corea del Norte con la suspensión de las importaciones de carbón de ese país. Es algo que tiene un doble beneficio para Estados Unidos, pues además de apretar a Pyonyang, la medida también beneficia a los exportadores norteamericanos y especialmente a las zonas que con más entusiasmo votaron por Trump.

Según y como, a Washington le resultaría más barato negociar -y pagar- directamente con Kim. Lo malo, malo por lo que hemos visto en sus casi cien días en la Casa Blanca, es que eso de negociar, regatear y ser flexible no parece ser uno de los mejores recursos del equipo político actual, por mucho que Trump haya presumido siempre de sus artes negociadoras e incluso haya publicado un libro con pretensiones de memorias titulado El arte de negociar.