La irrupción de Donald Trump ha causado estupor y alarma, dentro y especialmente fuera de Estados Unidos, pero la inquietud no debería limitarse a la situación norteamericana, sino a todo el panorama político mundial.
Es francamente alarmante que una Humanidad en conjunto más rica que nunca esté cayendo en crisis y problemas de siempre y para resolverlos recurra a más palos de ciego -es decir, buscando soluciones a tientas- que nunca.
Así, el socialismo europeo está en decadencia desde hace años por falta de ideas, las naciones comienzan a dudar de sus identidades, el islamismo oscila entre seguir siendo una fe o ser una opción política, y los Estados Unidos hurgan en su peor pasado -el de la violencia mental y legislativa- para intentar adecuar su sociedad a la realidad laboral, humana y tecnológica del siglo XXI.
Pero los problemas para situarse en la nueva realidad no se los plantean solo en Estados Unidos. Así, por ejemplo, la Gran Bretaña del Brexit sabe más o menos lo que quiere, pero no sabe en absoluto aún cómo lo quiere. Y el Estado-guía de la Unión Europea -Alemania- no se conmueve ni se abochorna de que su canciller, Angela Merkel, haya peregrinado a Ankara cinco veces en año y medio para tratar de reducir con la ayuda de Erdogan el flujo de migrantes hacia la UE.
Los problemas, tan solo unos cuantos de una lista que se podría alargar enormemente, son especialmente graves en el caso norteamericano porque se trata de la nación cuyo modelo social, económico y hasta cultural ha impregnado decisivamente la política del mundo occidental en los últimos 100 años. De ahí que los cambios de rumbo estadounidenses afecten e inquieten tanto.
Que en un momento de desajuste general, en el que no hay explicaciones para un paro selectivo ni para unos desniveles económicos brutales, alarma y espanta que la opción escogida en Washington haya sido la de Donald Trump, es decir, la más radical y simplista que se podía formular en una oferta electoral.
Claro que si se tiene en cuenta la vertiginosa dinámica financiera, científica y demográfica de EEUU, surge la pregunta de si el país tenía realmente otra opción cuando se vio obligado a escoger entre Hillary Clinton y Donald Trump. Porque era evidente que el continuismo que ofrecía el Partido Demócrata con Hillary significaba más de lo mismo, de un lo mismo que había dejado descontenta a media nación.
Pero si ese rechazo era claro, faltaba y falta aún -en los EE.UU. y en todo el globo- una alternativa renovadora convincente. Peor todavía: para los millones y millones de norteamericanos que comprobaban en los últimos años que perdían calidad de vida sin saber por qué, ni que se lo explicase nadie, el radicalismo brutal, tanto en planteamientos como en las soluciones propuestas, era por lo menos inteligible y aportaba además a las masas una malsana satisfacción: la de creerse en posesión de la verdad y haberles dado una lección a “los de siempre”.
Ahora, cuando las primeras las medidas xenófobas y discriminatorias del presidente estadounidense han confrontado a la opinión pública con la realidad, la nación entera va a tener que replantearse el modelo de convivencia -interior y exterior- que de verdad quieren. Y quizá lo sepan y lo acierten: los norteamericanos, dentro de 4 años, cuando vuelvan a votar. Y el resto del mundo? cuando Dios quiera.