apenas ha acabado el recuento de los resultados electorales, pero el Partido Demócrata se enfrenta a un panorama tan inesperado como desolador: los resultados electorales no solo han puesto fin a sus esperanzas de seguir avanzando por el camino de los últimos años, sino que se enfrenta a unas perspectivas magras a todos los niveles, es decir, tanto en el gobierno federal como en los diferentes Estados del país.
No sólo es Hillary Clinton la que tuvo que renunciar a las celebraciones de la noche del martes pasado, sino todo el partido que trata de entender los motivos de su fracaso y busca unos líderes para el futuro que de momento no llevan trazas de aparecer.
Para darnos una idea del desastre en que los demócratas se hallan, basta mirar los números: desde el año 2008 hasta ahora, han perdido el 10% de su representación en el Senado, el 19% en la Cámara de Representantes, el 20% en las Cámaras estatales y nada menos que el 36% en los gobiernos de los 50 Estados federados.
El sueño de consolidar las reformas sociales lanzadas por el presidente Obama en los últimos ocho años, junto con la esperada pérdida de la mayoría republicana en el Senado y posiblemente hasta en la Cámara, se convirtió el miércoles en la pesadilla para el partido de HIllary con el primer gobierno monocolor republicano en 88 años.
El país está intentando comprender lo sucedido y, curiosamente, la responsabilidad mayor podría caer sobre los hombros de Obama, a pesar de que tenía un índice de aprobación popular del 53% en la noche electoral.
Y es que Obama, que llegó con una aureola de Mesías en el momento álgido de la crisis económica, se marcha representando un sistema que ni ha mejorado las condiciones de vida de los norteamericanos, ni ha reducido las tensiones raciales, ni ha hecho comprender las razones de la decadencia económica personal.
En semejantes condiciones, cualquier político anti sistema partía con ventaja. Hillary Clinton representaba la continuación de Obama? y del sistema.
En el otro bando, había un millonario deslenguado, seguro de sí mismo y que acertó con el lenguaje que quería oír la gran masa venida a menos sin entender por qué. Se enfrentaba a una candidata con gran experiencia y preparación, pero que jugaba la baza intelectual-elitista en un momento en que su mensaje tan solo atraía a quienes son o se creen intelectuales.
Clinton se llevó así estos votos de académicos, funcionarios e intelectuales, además del quantum de seguidores de ideología fija que habría votado por cualquier candidato demócrata. Los de convicciones endebles y economías enclenques se fueron con Trump, tanto porque esperaban que se ajuste más a sus conveniencias, como por despecho.
A esto se sumó que los presuntos maltratados por Trump, que según el Partido Demócrata y sus amigos en los medios informativos progresistas son las mujeres y los inmigrantes, no se sintieron tan amenazados como para movilizarse en las urnas contra el candidato republicano. Ya sea por indolencia o porque no se sintieron amenazados y ofendidos, se mantuvieron tan pasivos como siempre.
Los cómputos electorales son claros: la participación electoral fue del 55%, semejante a la de hace cuatro años, pero claramente por debajo de la del 2008 que llevó a Obama a la Casa Blanca, cuando el 58% acudió a votar.
En cuanto a la sorpresa de los resultados, se podría explicar en parte por la función de los medios informativos que sucumben a la tentación de confundir la información con el adoctrinamiento y, en vez de explicar lo que ocurre, se dedican a juzgar realidades e intenciones según su opinión de lo que debería ser. A fuerza de repetir lo que debería ser, acaban por creerse que lo es y luego se caen de espaldas cuando la realidad es otra.
La culpa no se solamente suya, pues los demóscopos profesionales fueron divulgando las encuestas que mejor se vendían. Hubo otras que predecían una victoria de Trump, pero apenas los citaban y cuando se hacía, era expresando incredulidad y reserva.
A la hora de enderezar la situación, los demócratas tratan de analizar el panorama y se declaran afligidos por la falta de personalidades que puedan tomar el relevo? lo que responde al desierto ideológico por el que transita el partido.
Antes confiaban en que hay más demócratas que republicanos, pero de poco ha servido que Clinton tuviera más votos que Trump: tan solo California y Nueva York le dieron una ventaja de más de cuatro millones, pero precisamente esto es un síntoma de los problemas que el partido tiene con su imagen elitista, porque el resto del país no tiene mucho en común con estos dos Estados. La mentada ventaja quedó compensada en el resto del país y los resultados provisionales tan solo le dan un superávit estimado en medio millón de votos.
Pero no hay espacio tampoco para la complacencia republicana: en dos años hay elecciones legislativas y quienes cambiaron su voto el pasado día 8, están dispuestos a volver al redil del Partido Demócrata si no ven mejoras rápidas, lo que pondría al menos una de las Cámaras en manos demócratas y ataría las manos a la Casa Blanca.
Trump lo sabe y promete una avalancha de cambios y reformas en sus primeros cien días. ¿Podrá y sabrá hacer en cien días lo que Obama no pudo o supo en ocho años?