el tan esperado primer debate entre los dos candidatos presidenciales norteamericanos se saldó con una veredicto claro en favor de Hillary Clinton pero es prematuro todavia predecir qué efecto tendra sobre la marcha de la campaña electoral.

Es porque tanto las intervenciones de Clinton como de su rival republican, Donald Trump, ambos se dirigan a su propia galeria y ahora el “debate más importante” ya no es el del pasado sino el próximo, previsto para el domingo de la proxima semana. Con un formato diferente, dará la oportunidad de ver un aspecto distinto de ambos candidatos, pues será mas importante su capacidad de comunicarse con el público que las respuestas que puedan dar a las preguntas del moderador.

Para Hillary Clinton, en cuya actuación era evidente la atención prestada a los más mínimos detalles y el éxito de sus asesores de imagen en presentar una personalidad sin las aristas y la indignación que la hacen antipática a muchos votantes, el problema sigue siendo el mismo desde que empezó la campaña. Y es que, si bien es una candidata con excelente preparación, con capacidad y conocimientos, se estrella contra la muralla que parece tan impenetrable en Estados Unidos como en el resto del mundo: el rechazo al continuísmo, a las fórmulas económicas y sociales existentes que, a pesar del enorme enriquecimiento que han aportado a la sociedad en general, han dejado en la cuneta a quienes no están en condiciones de beneficiarse del progreso.

En esta situación se hallan legiones de ciudadanos dentro y fuera de Estados Unidos que, si bien disponen de más cosas y comodidades, se van quedando rezagados, sus ingresos son menores cuando se tiene en cuenta la inflación y se sienten como ciudadanos de segunda o tercera en un mundo de estructuras elitistas.

En Estados Unidos se les identifica como la “clase obrera blanca”, no muy diferente de los estibadores de Rotterdam que se sienten amenazados por los grandes contenedores y la automatización, o las masas de brasileños que entraron en la clase media y están en camino de vuelta a sus barrios de pobreza.

Para esta clase obrera, los “dogmas económicos” se han convertido más bien en herejías peligrosas, empezando por la globalización, cada día más impopular aquí y en el resto del mundo. De poco le sirve a Hillary Clinton que su succesor en la cancillería, John Kerry, lance llamamientos para avanzar en acuerdos de libre comercio como la Alianza Transpacífica y recuerde la bonanza que la apertura de mercados ha traído a la economía del país: Cuánto más se la asocia con estas políticas, más pierde a las masas trabajadoras que normalmente votarían por el partido demócrata pero que ahora se dejan seducir por lo que les suena como cantos de sirena y que son los slogans proteccionistas del aspirante republicano Donald Trump.

Es irónico que el gran caballo de batalla de Trump sea un argumento que normalmente esgrimen los congresistas demócratas, tradicionalmente partidarios del proteccionismo, mientras que los republicanos son quienes generalmente han favorecido el libre comercio. En el pasado debate, Trump repitió su rechazo al TLC (conocido aquí como NAFTA o North American Free Trade Agreement) al que acusó de haber destruído millones de puestos de trabajo en Estados Unidos, en beneficio de México. Y, efectivamente, aunque la aperture comercial haya creado nuevos empleos bien pagados, ha eliminado otros de bajos ingresos lo que, sumado a la crisis de 2009, no ha permitido que los perjudicados encontraran una compensación.

Otro tanto ocurre con los acuerdos comerciales sobre el tapete, como son el Transpacífico, que engloba países asiáticos y Americanos, o la Alianza Transatlántica con Europa. Es difícil negar que ambos acuerdos habrían de estimular el comercio, abaratar los precios al consumo y mejorar el nivel de vida general. Pero en estos momentos parece difícil que ambos vean la luz, algo que quedó claro durante el debate, cuando Clinto tuvo que negar las posiciones adoptadas hace algunos años, en que hablaba del tratado con los países del Pacífico como “la regla de oro”. Ahora asegura que los hechos la han llevado a cambiar de opinion, pero muchos dudan de que haya tal conversión.

Es un sentimiento que impera a los dos lados del Atlántico y del Pacífico, pues prevalece la idea de que las élites económicas de los diferentes paises han perdido el sentido de los deseos populares.

Y esta perspectiva -y su efecto en quienes gobiernen- es igual si gana que si pierde Trump. Si gana, porque hará cuánto esté en su mano para poner en práctica algo en lo que parece creer seriamente, es decir, eliminar en lo posible la competencia extranjera. Si pierde, porque la oleada anti elitista que estas elecciones han puesto de relieve, hará temer a Hillary Clinton y al resto del Partido Demócrata que el público al que tanto les ha costado convencer para que votaran por la ex pimera dama, se arrepienta de haberla puesto en la Casa Blanca y trate de cambiar de partido y de presidente dentro de cuatro años.