Washington - El Donald Trump que ganó las primarias republicanas era un personaje capaz de acabar con sus adversarios gracias a sus garras afiladas y su bastón. En los tres primeros días de convención republicana, las intervenciones de su familia y sus gestos de generosidad le añadieron un corazón. El cuarto y último día era el momento de añadir una cabeza, algo que nadie podía hacer por él y esto es lo que esperaban de él quienes desean su victoria en noviembre.

La forma de conseguirlo era el discurso de clausura, en que aceptaba la candidatura republicana. Durante una hora y cuarto tuvo a todo el país y a los miles de personas congregadas en Cleveland pendientes de sus palabras. Se mantuvo fiel al texto que tenía preparado y repitió los esléganes del año largo de campaña electoral, pero no dio detalles de cómo quiere conseguir sus objetivos y lo que mantuvo es la línea tremendista que ve un país en declive y amenazas a su existencia desde dentro y desde fuera.

Como todas las convenciones, también esta tenía la doble misión de estimular a las tropas y de presentar al candidato bajo la luz más favorable posible, de forma que pueda atraer a los 66 millones de votantes necesarios para trasladar su residencia al 1600 de la Avenida Pennsylvania de Washington.

En este caso, las dos misiones eran difíciles: las tropas entusiastas se enfrentaban a grandes números hostiles dentro del propio partido y la imagen que sirvió al candidato para ganarse los 13 millones de votos que lo pusieron delante de sus rivales en las primarias, resultaba nociva a la hora de venderla a la mayoría del país.

Si los discursos de sus hijos y su mujer, junto con sus propias muestras de emoción, sirvieron para poner un corazón en el ogro que todos conocían, era insuficiente si él no demostraba que su cabeza funciona. Y es difícil porque la imagen que él mismo ha dado -y que sus enemigos dentro y fuera del partido han divulgado- es la de un personaje sin control, con escasos conocimientos y que actúua por impulsos movido por su ego, sus resentimientos o sus instintos. Contrarrestar esta imagen fue su misión el jueves por la noche, ya la madrugada del viernes en Europa, en el discurso de clausura en que realmente se lo jugaba todo. Y sin garantias de ganar, un mal paso esa noche era casi una sentencia de muerte, por lo que un gol era simplemente el pasaporte para seguir su camino.

Lo mejor que se puede decir de este discurso es que Trump mantuvo una cierta disciplina al atenerse básicamente al texto preparado, sin dar indicios de que habrá matices en sus planteamientos y de que tratará de tender una mano a quienes no piensan como él.

Pero mantuvo el tono negativo de la campaña, basado en el miedo a la violencia y el terrorismo, y en culpar a Hillary Clinton por su gestión y su personalidad. Y aprovechó la ocasión para presentarse como el salvador de la patria: la situación es un desastre “y yo, que conozco como nadie el sistema, soy el único que la puede arreglar”.

Si uno quiere ser muy generoso con Trump, puede pensar que el magnate neoyorquino tiene una estrategia para superar los problemas que le presenta al mapa electoral y que se resume en la necesidad de ir a buscar votos fuera de los fieles del partido.

Para ganar en noviembre, Trump tiene que multiplicar por cinco el número de votos obtenidos en las primarias, un objetivo muy difícil de conseguir pues además de los votos republicanos que tradicionalmente cabe esperar, ha de ir a buscar 7 millones más.

en busca de 66 millones de votos Las proyecciones son bastante simples: aproximadamente el 45% de la población vota por uno u otro partido. Si la participación de este año se acerca a la de otros comicios con gran interés popular, votarían unos 132 millones de personas, casi 59 millones en favor de Trump o de cualquier candidato republicano. Para la mayoría absoluta necesita 66 millones, que ha de buscar entre los independientes, los republicanos tibios, los que normalmente no votan y los demócratas dispuestos a escuchar sus cantos de sirena.

El problema para Trump, si quiere multiplicar por cinco el número de votos obtenidos en las primarias, es que no puede limitarse a los argumentos que han arrastrado a una población irritada por la prolongada crisis económica y que no se siente ya representada por los líderes de ningún partido.

El pesimismo de la población en cuanto a la realidad en que se halla y el futuro que le espera son enormes, a niveles semejantes a la década de 1970, la época que llevó a Jimmy Carter a la Casa Blanca, y fue eliminado rápidamente cuando Reagan apareció con un mensaje de optimismo, su famoso Amanecer en América que lo mantuvo durante ocho años en el poder.

Trump parece apelar al mismo pesimismo que Carter, quien se refería al “malestar” del país ante su realidad y su futuro, pero tiene la ventaja de que su rival es Hillary Clinton, una candidata que sonríe poco, fulmina mucho y rezuma tanto o más pesimismo que él.

Pero todo esto no cambia el mapa electoral del país, que favorece a los demócratas, a medida que la población va viviendo más en concentraciones urbanas y no en zonas rurales. Es probable que Trump haya comprendido las limitaciones del mercado republicano y trate de superarlas apelando a sectores de la sociedad que normalmente votarían al otro partido, pero su táctica corre el riesgo de atraer a unos pocos nuevos y repeler a los muchos de siempre.

No es una garantía para que él gane en noviembre, pero sí una forma de destruir eventualmente el Partido Republicano. Es algo que no todos lamentan, desde el Tea Party que no lo considera suficientemente conservador, hasta los sectores moderados del partido que no se sienten en casa con los ultras Incluso los libertarios -nombre con que se designa en Estados Unidos a un grupo que desea el mínimo de intervención gubernamental y que tiene su propio partido- preferirían tener cabida en un partido grande y diferente del actual republicano, donde sus posiciones tendrían posibilidades de influir en la vida del país.