La inclusión de elementos químicos de mortíferos efectos y la devastadora maquinaria de los tanques en la I Guerra Mundial marcó un antes y un después en la industria bélica universal. Fue hace ahora un siglo cuando soldados de uno y otro bando se vieron envueltos en nuevos sistemas de ataque de efectos nunca conocidos hasta entonces. Si aquellos monstruos de acero libraban trincheras y fosos con una simplicidad aplastante, el gas mostaza especialmente se convirtió en un azote por su eficacia letal con espantosa agonía. Había nacido un nuevo concepto de guerra.
Preciado hierro vasco A pesar de que una canción popular bilbaina asegure que “un inglés vino a Bilbao a ver la ría y el mar”, siempre me he preguntado cómo es posible que hiciera este viaje cuando en Inglaterra tenía todo tipo de rías y, por tratarse de isla, está rodeada de mar. La tonada, nacida a finales del siglo XIX, es coincidente en el tiempo con el auge y esplendor de la siderurgia vizcaina por lo que mucho me temo que el individuo en cuestión viniera por otro motivo mucho más lucrativo: Comerciar con mineral de hierro, algo que su país buscaba con auténtica necesidad.
El estallido de la Primera Guerra Mundial tuvo lugar en 1914, pero se venía gestando desde muchos años atrás. Los gobiernos de las naciones preponderantes, Francia, Reino Unido, Alemania y Rusia, estaban picados entre sí y se habían metido en una carrera armamentística de colosales dimensiones cuyo triunfo en meta sólo podía saldarse en una guerra.
El Reino Unido, que tenía el mayor imperio colonial del mundo, necesitaba hierro para desarrollar su armamento y para su industria en una época de profundo desarrollo. Los principales núcleos de la industria pesada en la Europa de 1850 se localizaron en las cuencas hulleras de Inglaterra y Gales, al sur de Escocia, en la zona belga de Valonia, las regiones alemanas del Ruhr, Sarre y Silesia, y las francesas de Le Creusot y Saint-Étienne. En el Reino Unido se hizo notar de inmediato una creciente urbanización paralela. Se necesitaba hierro y acero para la construcción, pero también para armamento. “Tenemos que estar preparados para cualquier posible evento bélico”, se dijeron los lores ingleses. No andaban desencaminados porque había conflictos por todo el continente y los prusianos, tan dados a la marcialidad, estaban mezclados en muchos de ellos.
El hierro es el cuarto mineral más abundante de la corteza terrestre. De hecho el núcleo de nuestro planeta está formado principalmente por hierro y níquel. Extraerlo es la cuestión. Cuesta el mismo esfuerzo sacar un mineral con un contenido de hierro del 30 ó 40% que uno del 70%. Los ingleses descubrieron que las principales concentraciones de oligisto o hematites roja, el mineral más rico en hierro, se encontraban en Kiruna, en la Laponia sueca, y en los alrededores de Bilbao. Los alemanes se adelantaron en la explotación de la mina escandinava hasta el punto de que en 1915 llegaron a importar de Suecia cuatro millones de toneladas de mineral de hierro. Esta es la razón principal -la proximidad geográfica y la comodidad del transporte fueron otras-, por la que los ingleses compraron nuestro hierro.
Los primeros tanques Fue con el fruto de nuestro subsuelo con el que se fabricó el primer gran gigante de la moderna guerra, el tanque. Los primeros ejemplares se diseñaron y fabricaron en el Reino Unido con gran sigilo, haciendo creer a la población que se trataba de depósitos de agua para países desérticos. De ahí que quedara para la posteridad la denominación de “tanques”. Todas las crónicas de época hablan del impacto que causó la aparición del modelo popularmente conocido como “Mother” cuando se puso a prueba en la Batalla de Cambrai, al norte de Francia.
Sus efectos devastadores se hicieron ver de inmediato, ya que era capaz de saltar limpiamente cualquier foso en un conflicto bélico que se había definido desde un principio como “guerra de trincheras”. Aquellos primeros tanques ingleses sembraron el terror en las filas germanas dejando anticuadas las estrategias basadas en zanjas y parapetos.
La muerte tiene color ocre Posiblemente la ciudad flamenca de Yprés pase por ser la más castigada durante la Primera Guerra Mundial. Sufrió tres batallas que dejaron el suelo urbano convertido en un erial. No quedó piedra sobre piedra. No en vano está considerada como la ciudad mártir de aquel conflicto, la Gernika de hace un siglo. Además quiso la mala suerte que pasara a la historia por haber sido escenario de la experimentación de uno de los más terribles azotes bélicos: la guerra química.
En su delirio por la conquista de Francia, las tropas alemanas invadieron Bélgica rompiendo todos los tratados de neutralidad. Lo hicieron a la brava, para ganar de paso el trozo de costa que les acercaba más al Reino Unido. En su infernal carrera tropezaron con una brutal resistencia en la que intervinieron tropas belgas, francesas e inglesas. La primera batalla que se libró en Yprés fue en noviembre de 1914. Fue tal la carnicería que los propios alemanes denominaron aquella acción como “masacre de los inocentes”, ya que perecieron unos 40.000 invasores siendo Adolf Hitler uno de los supervivientes, cuando militaba como chusquero en la primera compañía del regimiento List.
Cuando ya poco quedaba de la ciudad, el 22 de abril de 1915 sobrevino una segunda batalla en el mismo escenario que fue aún más cruel que la primera, puesto que los alemanes utilizaron un arma desconocida hasta entonces, asolando con ella las verdes praderas flamencas, el gas letal. El cloro utilizado ya había sido experimentado con anterioridad, pero fue aquí donde causó mayor estrago. Las tropas alemanas acumularon cuatro mil cilindros de gas en el frente y esperaron a que el viento soplara contra las trincheras enemigas. Fue a las cinco de la mañana de ese macabro día cuando se dio la orden de apertura de las espitas. Las ráfagas de viento impulsaron aquellas mortíferas nubes amarillo-verdosas desplazándolas a ras del suelo hacia las líneas de ataque establecidas en Langemarck, al norte de Yprés.
El impacto en los cuerpos de los soldados franceses que defendían aquellas trincheras fue terrible. Jamás se había pensado en la utilización bélica de elementos químicos que produjeran lesiones semejantes. La gran mayoría murió al poco de inhalar el gas. Otros tardaron en hacerlo, retorcidos de dolor y con vómitos de sangre. A algunos les dio tiempo de protegerse utilizando pañuelos empapados en agua si la tenían a mano o en sus propios orines. De esta forma se abrió una brecha en el frente de 8 kilómetros de anchura. Había comenzado la guerra química.
Dos días más tarde, las tropas invasoras volvieron a infectar la atmósfera soltando una nueva nube letal, esta vez en la zona de St. Julien a cargo de la Primera División canadiense. Sus componentes, alertados por la experiencia de víspera trataron de salvarse utilizando como protección los medios más rudimentarios, mientras los alemanes avanzaban sin encontrar resistencia provistos de caretas antigás. Aunque se produjeron algunos contraataques por parte de las tropas británicas, la lucha en Yprés terminó el 25 de mayo con el triunfo del ejército del káiser. El recuento de víctimas mortales fue aterrador: 58.000 británicos, 35.000 alemanes y 10.000 franceses.
Muchos años después, el gran novelista y guionista de cine norteamericano Millar Kauffman ponía esta frase en boca del padre de Montgomery Cliff en El árbol de la vida: “La guerra es la más monstruosa de las ilusiones del hombre. Cualquier idea, por mucho que valga, no vale la pena de luchar por ella”.
La guerra química La primera utilización de productos químicos en la guerra con fines aniquiladores la habían llevado a cabo los alemanes poco antes, a principios de 1915, en el Frente Oriental, si bien nunca con la contundencia de Flandes. Fue a partir de ese momento cuando el Instituto Kaiser Wilhelm, de Berlín, bajo la dirección del químico Fritz Haber, procedió a la preparación en serie de semejante arma letal, compuesta principalmente por gas clorado producido por IG Farben, un grupo de empresas germano que lo usaba en la fabricación de tintes.
Antes de utilizar el cloro, los químicos berlineses habían investigado los efectos de otros gases, como bromuro de xililo, pero sus resultados irritantes y lacrimógenos parece que no satisficieron a los militares optando por el cloro, aunque más tarde se pasaron al fosgeno y finalmente al peor de todos, el gas mostaza.
Los efectos de la mostaza sulfurada, ya que químicamente de esto se trataba, no podían ser peores, ya que producían ampollas por todo el cuerpo abrasando la piel, interrumpiendo el flujo sanguíneo y en muchos casos causaba ceguera antes de llegar a una irremediable muerte por asfixia agónica. Paralelamente, contaminaba el campo de batalla dejándolo sin vida durante mucho tiempo.
Observadores de distintos países fueron invitados a comprobar in situ las consecuencias de semejante nueva arma bélica quedando impresionados ante lo que vieron en los hospitales donde trataban de paliar las consecuencias del gas mostaza. Uno de ellos fue el famoso pintor estadounidense John Singer Sargent que visitó el frente occidental y conoció de primera mano la situación que atravesaban los soldados que habían sido alcanzados por la nube mortífera. Las escenas que vio quedaron tan profundamente grabadas en su ánimo que las plasmó en una serie de apuntes de gran valor documental, pero sobre todo en la que posiblemente sea su obra más significativa, Gassed, un cuadro de 231x611 cms. que más que exhibirse se venera en el Imperial War Museum, de Londres.
Abierta la puerta a la guerra química, franceses e ingleses correspondieron con similares ataques. No siempre fueron tan efectivos como sus operadores querían. A veces, como en la Batalla de Loos (Francia), librada el 25 de setiembre de 1915 y en la que los británicos se iniciaban con este tipo de ataques, alcanzaron el grado de chapuza. Las 150 toneladas de cloro preparado fueron disparadas con tal fortuna que la inestabilidad del tiempo lo mantuvo en tierra de nadie para retornar de inmediato al lugar de origen afectando a quienes lo habían lanzado. Entre las víctimas mortales se contó a John, hijo del escritor Rudyard Kipling. Semejante error motivó la creación de una especie de mortero-lanzador que se disparaba mediante una carga eléctrica.