cuentan que las balas que a uno le matan o hieren no se oyen, que son sigilosas, rápidas, invisibles, que solo se sienten. En Sarajevo, en el verano de 1914, 28 de junio, se escucharon un par de detonaciones de un revólver humeante. Se desconoce si el archiduque Francisco Fernando escuchó el estruendo de los proyectiles. Es seguro que los notó. “No pasa nada”, musitó herido de muerte. Nunca más respiró. Tampoco su esposa Sofia, que le acompañaba en el coche. Abatidos ambos por las balas de Gavrilo Princip, el joven que empuñó el arma. Muerto el heredero a la corona del imperio austrohúngaro, el cielo de Europa no tardó en ensangrentares, en encharcarse con la muerte de 10 millones de personas en la Gran Guerra.
El atentado que acabó con el archiduque fue el casus belli que originó una escalada de tensión política insostenible en una Europa con aluminosis desde hacia “medio siglo”, certifica Eneko Bidegain, profesor de la Universidad de Mondragón y experto en la materia. Los austrohúngaros exigían una investigación a fondo del asesinato al entender que los servicios secretos serbios estaban al corriente de los planes del atentado. En Serbia, aliado natural de Rusia debido a su vínculo eslavo, no tenían intención de aceptar los requisitos que se les exigían desde Viena. El conflicto diplomático entró en un punto de no retorno. Austria lanzó un ultimátum a Serbia. Enrocadas ambas posiciones, Austria, azuzada por Alemania declaró la guerra a Serbia. El efecto dominó resultó inmediato y desembocó en una guerra que enraizaba directamente con los males que aquejaban al corazón de la vieja Europa, un polvorín parcheado por extrañas alianzas familiares y ovillado por distintos intereses estratégicos, coloniales económicos y militares.
En ese perverso escenario se atrincheró la guerra. En el campo de batalla se enfrentaron la Entente: Francia, Gran Bretaña y el Imperio Ruso -avanzada la guerra apareció en escena Estados Unidos- y del otro, principalmente, Alemania y el imperio Austrohúngaro, las Potencias Centrales. La Europa que saltó por los aires en los Balcanes estaba gobernada por un belicismo durmiente, ondeaban imperios desconchados y se retaban un puñado de países con cuentas pendientes. Francia, que había perdido la guerra con Prusia en 1870 quería recuperar Alsacia y Lorena, -territorios anexionados por el ejército prusiano tras el conflicto-, preparaba la revancha desde tiempo atrás. De hecho, todos se preparaban para entrar en combate. “El clima era prebélico. A finales del Siglo XIX, se escenificó la creación de los Estados Nación y se encendió la conciencia patriótica. Las escuelas y los ejércitos fueron los cauces para la exaltación de la patria y nada más efectivo para el encole interior de las naciones como la búsqueda de un enemigo exterior”, apunta Bidegain. Con las banderas y la patria izadas al paroxismo, la guerra era una salida natural en aquella Europa de pensamiento expansivo y colonialista. Históricamente, la guerra se entendía como un elemento más de la diplomacia o al menos como un instrumento político eficaz para suturar con rapidez las heridas abiertas aunque después continuaran goteando.
industrialización bélica Los generales, señores de la guerra, estudiosos de las contiendas anteriores, sobre todo las napoleónicas, intuían un conflicto fugaz, rápido, de fácil resolución, que se alargaría hasta las navidades en los cálculos más pesimistas. Se equivocaron de punta a punta. Los meses fueron años. La guerra se convirtió en una bacanal de muerte y destrucción; Europa, en un enorme cementerio. “Nadie imaginaba una guerra así porque las anteriores fueron muy distintas. No tenían nada que ver con la guerra que hubo después”, explica el profesor. Si los conflictos bélicos de antaño se caracterizaron por ser guerras de “movimiento, en esta se impuso el posicionamiento”. Las trincheras, una de los principales iconos del conflicto -se abrieron miles de kilómetros de zanjas en los dos bandos- ralentizaron cualquier avance en el campo de batalla. El Frente Occidental, una enorme cicatriz de trincheras que se abría desde el Mar del Norte hasta la frontera Suiza con Francia, recorría el ancho de Francia para detener la incursión alemana por Bélgica (4 de agosto de 1914), fue el epítome de una guerra interminable porque cualquier avance era un acto de fe y, seguro, una carnicería.
Las trincheras, donde muchos caían porque era imposible sobrevivir en aquellas condiciones insalubres, se convirtieron en ratoneras. La lluvia de proyectiles de la artillería provocó muchísimas muertes. “La maquinaría bélica que se empleó fue impresionante, hubo una industria de la guerra”, dictamina el docente. La Gran Guerra fue el primer conflicto armado moderno, donde se impuso la tecnología armamentística. Las cargas de la caballería, otrora temibles, parecían un golpe de humor negro, un anacronismo evidente, en un conflicto donde asomaron masivamente baterías de artillería, ametralladoras, tanques o aviones e hizo su primera incursión la guerra química, más efectista que mortífera por sus rudimentarios conceptos. Con todo, la capacidad de fuego de los ejércitos, su posibilidad destructora, llenó de cadáveres todos los frentes. Las bajas fueron enormes. “Fue una masacre. Con anterioridad, las guerras no eran tan violentas ni tan largas”, describe Bidegain. A los generales les costó entender el nuevo concepto bélico. Mientras los militares de alto rango cavilaban, no paraba de entrar carne en la picadora. Cualquier avance era una penalidad. Apenas se celebraban victorias. El estancamiento era un hecho. La guerra era una cuestión de supervivencia pura y dura. Resistir era vencer. En ese paisaje de penurias, de agotamiento extremo, tampoco sobresalía la moral en la tropa, a pesar de la propaganda.
El estancamiento, agolpados millones de cadáveres, lo quebró la entrada en el conflicto de Estados Unidos, que respondió al hundimiento de varios navíos suyos por parte de submarinos alemanes. Hasta entonces Estados Unidos se había mantenido al margen, pero en 1917 dio un paso al frente. “El hundimiento de sus barcos, como el Lusitania, fue el detonante, pero le movían intereses estratégicos a nivel mundial”, sugiere Bidegain. El envite teutón era, de facto, un suicidio. La población alemana padecía hambruna y escasez por el control de la Entente sobre el mar. El bloqueo naval británico ahogaba a Alemania. Sin avances por tierra y estrangulada la despensa, las potencias centrales capitularon. La Gran Guerra se cerró en noviembre de 1918 con el tratado de Versalles, un documento humillante para Alemania, cordón umbilical para el nacimiento del nazismo y acelerante de la Segunda Guerra Mundial. Con la Gran Guerra se trazaron otras fronteras y brotaron nuevos países. Desparecieron los imperios, triunfó la revolución en Rusia, se inició el declive colonial y quedó en cenizas el cartón piedra de la aristocracia. Todo por el disparo que desangró a Europa.