Estremecido, encogido en la silla, con un nudo en la garganta. Así se siente uno cuando lee las últimas palabras de los condenados a muerte en el estado norteamericano de Texas. Palabras que las autoridades del país cuelgan en internet junto con una fotografía y los datos personales de los ajusticiados. Estas personas, conscientes de su inminente futuro, de su cercano final, se deshacen en súplicas de clemencia y muestras de amor por los suyos en las que saben serán las últimas sílabas que pronuncien. Cuando callan se les suministra una inyección que pondrá punto y final a su existencia. La mayoría encomienda sus almas a un dios con distinto nombre, convencidos que éste les acogerá en su gloria, pues el precio que van a pagar en la tierra por las faltas cometidas es lo suficientemente alto para limpiar todo resto de pecado. Algunos, pocos, muy lúcidos en el momento más tenso de su vida, cuestionan la pena capital que está a punto de serles aplicada, su eficacia, su utilidad, su capacidad de hacer justicia. Hay quien asegura en su último alegato que es inocente y que no cometió ningún delito. Pero ya es tarde, la justicia ha decidido que ha llegado su hora.

Los estadounidenses suelen atribuir a su patria la paternidad de la democracia moderna, incluso enarbolan su bandera. Y, decididos a extender su verdad, se embarcan en misiones para hacer llegar el sistema político que se considera más justo a aquellos rincones del mundo que todavía se encuentran en etapas oscuras de su historia política. Estados Unidos suele ver la paja en el ojo ajeno, las injusticias y atrocidades que cometen otros, pero ignora sus propias vigas.

El último reo en morir a manos del estado de Texas fue Robert Thompson, el 19 de noviembre. Dedicó su alegato final a su madre y amigos: "Sonreíd, sed felices, no lloréis".

En 1972, la pena de muerte fue declara por el Tribunal Supremo de Estado Unidos "castigo cruel e inusual". Desde 1923 y hasta entonces se había utilizado la silla eléctrica como mecanismo para ejecutar a los sentenciados, un total de 361 personas. Fue a partir de 1977 que se empezó a utilizar la inyección letal como medio para poner fin a la vida. Un cóctel de sustancias (tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio) que contiene un sedante, un relajante muscular que colapsa el diafragma y los pulmones y otro que paraliza los latidos del corazón. Cada inyección cuesta unos 86 dólares.

Según un informe de Amnistía Internacional de 2007, varias asociaciones médicas están alertando de la posibilidad de que la inyección letal no sea del todo efectiva y eficaz, pues algunos reos tardan más de lo habitual en fallecer. Según su teoría, el sedante que les hace perder el conocimiento puede dejar de surtir efecto y de esta forma el condenado siente la asfixia que le oprime los pulmones y la quemazón que provoca el cloruro de potasio, pero como también se les suministra un paralizante muscular, los reos son incapaces de dibujar gestos de dolor. Por otro lado, las sustancias que conforman la inyección letal están prohibidas en Texas para el sacrificio de animales, como perros y gatos, por los peligros que entrañan.

Un informe de Amnistía Internacional USA reza que, desde 1973, 122 personas que se encontraban en el corredor de la muerte han sido puestas en libertad tras demostrar que eran inocentes de los cargos que les imputaban. Más angustioso es el caso de Cameron Todd Willingham, ejecutado en febrero de 2004 acusado de provocar un incendio en su hogar en el que murieron sus tres hijas. Este mismo año, medios de comunicación de todo el mundo publicaron el escalofriante informe entregado a la comisión de ciencia forense del Estado de Texas en el que un experto en incendios, avalado por las afirmaciones de otros dos compañeros en 2004 y 2006, determinó que el fuego que arrasó la casa del condenado fue fortuito y accidental.

Los Estados modernos y democráticos cuentan hoy en día con numerosos recursos para hacer frente a las acciones delictivas que cometen algunos individuos que forman parte de la sociedad y que afectan al funcionamiento normal de ésta. Pero es que, además, existen numerosos tratados y acuerdos a nivel nacional e internacional que deslegitiman el uso de la pena de muerte como parte de un sistema justo. Desde la Declaración Universal de Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, hasta los más recientes acuerdos de la ONU en materia de suspensión mundial de las ejecuciones, adoptada en 2007 y ratificada en 2008, entre otros.

Ya en el siglo XVIII explica Cesare Beccaria que la finalidad de una pena no es deshacer un delito, puesto que eso sería imposible. Sobre la pena de muerte apuntaba además que era un castigo inaceptable pues violaba el principio de indisponibilidad, ése que reza que la vida de las personas no puede estar en manos de otras y, por extensión, tampoco el Estado puede decidir sobre ella. El derecho a la vida es inalienable, pertenece a todos los individuos, y nadie, bajo ningún concepto, se lo puede arrebatar premeditadamente. El mensaje pedagógico que lanza un Estado que practica la pena de muerte como herramienta propia del sistema judicial es pésimo, contradictorio con sus propias leyes y totalmente refutable. ¿Con qué autoridad el Estado deslegitima un acto que él mismo comete?

Existen hoy en día numerosos grupos, sobre todo en EEUU, que defienden la pena de muerte como un mecanismo de defensa de la sociedad contra los malhechores. Sus posturas se sostienen en distintas ideas, tales como la arcaica Ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente). Otro de los argumentos a los que se aferran es a la idea de utilidad social de la pena como castigo ejemplarizante y disuasorio para otros criminales potenciales. Las cifras en realidad no avalan esta teoría, ya que según un estudio publicado por The New York Times a finales del año 2000, en los Estados americanos en los que se lleva a cabo la pena de muerte la tasa de homicidios ha aumentado entre un 48% y un 101% en los últimos veinte años. Por otro lado, esgrimen la teoría de la legítima defensa, arguyendo que ya que la víctima no pudo hacer uso de esa premisa, es el Estado el que debe ejercerla. Por último están las razones del miedo a la fuga, la supuesta imposibilidad de sentenciar a un inocente o los diferentes costes que conlleva ejecutar a un preso o mantenerlo de por vida en prisión. Ninguna de estas razones responde al principio jurídico que abandera la justicia moderna, en la que se sostiene como finalidad de un proceso la recuperación y reinserción de la persona o individuo que comete un delito.