A medio camino entre Santa Pola (a 20 minutos en barco) y la capital alicantina (a una hora, 22 kilómetros de distancia), Tabarca tiene el honor de ser la isla más grande de la Comunidad Valenciana y también la única habitada. En verano hay mucho ajetreo; los barcos van y vienen descargando a los visitantes, ansiosos por pisar las playas y comer pescado (aquí el mero es el rey), guisos y arroces en sus restaurantes marineros. En invierno Tabarca muta de piel y se dedica básicamente a dejar pasar el tiempo. Reposa agazapada a la espera del trajín veraniego.

No fue siempre así. Durante siglos ni siquiera se ha llamado Tabarca; el nombre bailó entre Planesia, Planera o Isla Plana, dependiendo de la civilización que estuviera al mando, incluidos piratas, en este islote en el que viven unos 50 vecinos todo el año. Hace 10 años apenas habitaban en Tabarca unas 30 personas, así que su población, además de la oferta hotelera y gastronómica, también ha aumentado en la última década. El estirón turístico lo pegó en 2012 con la restauración de su patrimonio histórico y arquitectónico, el adoquinado de sus calles y la reapertura del hotel Boutique Tabarca, en la antigua casa del Gobernador, entre otros cambios.

Los residentes de Tabarca viven en su mayoría de la pesca y del turismo. Cuando llegan los meses de calor y buen tiempo, se frotan las manos: sus esperanzas están puestas en la llegada de las ‘tabarqueras’, es decir, los barcos a rebosar de excursionistas que llenan las mesas de los chiringuitos, se zambullen en sus aguas o pernoctan en los hoteles. El pack turístico se completa con el buceo por espectaculares grutas y recovecos marinos y la visita obligada a sus tres monumentos principales: la torre de San José, el faro y las murallas. No hay mucho más que hacer. La isla más grande de la región se recorre en un suspiro: mide dos kilómetros de largo y su anchura máxima es de 450 metros. Y como su antiguo nombre indica, es llana como la palma de la mano.

El músico norteamericano Josh Rouse se había curtido en Nashville, pero encontró el amor en esta parte del mundo y se instaló en la costa alicantina coincidiendo con la salida de su álbum ‘Subtitulo’ en 2006. Los seguidores más tiquismiquis dicen que el cambio de aires no le sentó nada bien a su entonces intachable discografía indie-folk, que ha alternado luces y sombras desde la mudanza transoceánica. Pero aquel luminoso álbum que supuestamente inauguraba su decadencia artística se abría con una bella y apacible canción, ‘Quiet Town’, una oda al relajado estilo de vida mediterráneo en general; una carta de amor dedicada la bella localidad costera alicantina en particular, la perla blanca de la provincia.

Las calles empedradas del casco antiguo, las casitas blancas, las cuestas camino del mirador de la plaza de la Iglesia, punto neurálgico de este pueblo de 22.000 habitantes pegado al mar y que en su punto más alto está coronado por una cúpula azul. Ubicado entre dos gigantes turísticos como Benidorm y Calpe, Altea contiene como buenamente puede el encanto de una vida que ya no existe, antes de que el boom turístico arrasara buena parte de la costa mediterránea y se convirtiese en un gran bazar para alemanes, ingleses y otros visitantes europeos.

Altea mantiene intactas sus señas de identidad: se hace vida de pueblo, se va a la playa, se pesca, se pasea y, aunque el turismo tiene un peso importante en su economía, no se ha pervertido su preciosa estampa ni el relajado ritmo de vida. Lo cuenta muy bien Rouse en su canción-homenaje: “Sunday morning there’s a market on the square. / Children are playing, bells are ringing in the air. / Old men are drinking, it’s a lazy afternoon; content with thinking that there is nothing to do. / So for now, I’m gonna stay in this quiet town” (“El domingo por la mañana hay un mercado en la plaza. / Los niños están jugando, las campanas están sonando en el aire. / Los ancianos están bebiendo, es una tarde perezosa; contentos con pensar que no hay nada que hacer. / Así que, por ahora, me quedaré en esta tranquila ciudad).