Voglio vederti danzare (Yo quiero verte danzar). Eso sonaba en las cabezas de la orquesta que dirige Van der Poel, ultrapegadiza la canción de Franco Battiato, siciliano, de Catania, fallecido en mayo del pasado año. La voz moderna, ecléctica, culta e ilustrada de Battiato fue el himno de una jornada molto vivace, frenético el Alpecin, los músicos de la ciclamino, el frac de Van der Poel, al que le entusiasman los trallazos de rock&roll. El neerlandés, que estuvo pintado de rosa, el pantone que celebra ahora Juanpe López, temía que los velocistas, tipos sin escrúpulos y de gatillo fácil, le desvistieran.

Se quedó desnudo en el Etna y no quería respirar esa sensación de derrota en Messina. Se resistió al destino, pero ni un forzudo como él, una bestia, puede alterar la ventura, que va por libre. Van der Poel y sus pretorianos fueron capaces de aniquilar la velocidad de Cavendish y Ewan en el único puerto de la jornada. Asfixiados. Eso les cortó cualquier comunicación con la alegría. Démare a punto estuvo de perecer en la misma maniobra que eliminó de la ecuación al velocista de la Isla de Man y The Pocket Rocket. El francés izó el estandarte de su orgullo. Se recompuso a tiempo y encontró la victoria en Messina. Su sexto triunfo en el Giro. Démare pudo con Gaviria, anudado a los fiascos y las muecas de derrota.

Camino a los dominios de Vincenzo Nibali, en las aguas del Tiburón de Messina, los antorcheros de Van der Poel incendiaron el único alto del recorrido insular. Allí brasearon la pólvora de Mark Cavendish y Caleb Ewan, que estallaron por dentro. Implosión. Saltaron por los aires. ¡Danzad, malditos! La maniobra de Van der Poel pretendía un esprint con telescopio, a 100 kilómetros de meta. El esprint más largo del mundo. De lejos. Eliminar al velocista de la Isla de Man y a The Pocket Rocket, dos chupinazos, abrían el horizonte para Van der Poel.

Démare también se dislocó en la ascensión de Portella Mandrazzi, un puerto larguísimo, pero el francés se rehabilitó. Clamó venganza. En la bisagra de la etapa, la fuga de todos los días, la rutinaria, con Bais, Tagliani, Tonelli, Maestri y Hanninen aún respiraba libertad, aunque viligada. Los agentes de las condicional no estaban dispuestos a darles palique. Les enchironaron.

Despiezado el tablero del esprint, eliminadas las figuras de Ewan y Cavendish, los costaleros de Démare, que había sobrevivido al sofocón provocado por la muchachada de Van der Poel, fijaron las posiciones. Centro de gravedad permanente. Después de soliviantar con acelerante el ritmo de la etapa, el neerlandés se estiró en el chaise longue de la parte trasera a la espera de que el esprint tomara forma. Cavendish y Ewan estaban colgados de la percha de la nada. Solo les quedaba darse prisa para tomar el ferry que acercaría el Giro desde Sicilia hasta la bota de Italia. Era su única preocupación.

CALMA ENTRE LOS FAVORITOS

Por delante, las reflexiones eran otras. El Ineos enfiló para proteger a Carapaz en paralelo al mar. Landa y Pello Bilbao encontraron cobijo varias filas más atrás. Entraba el viento por la costa. Juanpe López avanzó. El líder se apoyó en la pértiga del Trek para garantizar el rosa. Aposentaron al andaluz en el frente para salvaguardarlo. Un repecho antecedía a la volata. Van der Poel brotó. Emergió. Géiser.

Espumoso, se quedó sin burbuja cuando el esprint frunció el ceño. Faltaban Cavendish y Ewan, pero había demasiados clientes dispuestos a acelerar la marcha y festejar la victoria. Démare fue el más veloz. El francés derrotó a Gaviria, lejos del esprinter que fue, el que venció en la misma ciudad años atrás. Se ofuscó el colombiano, frustrado, golpeando el manillar. Zarandeó la bicicleta de las penas. Démare, rabioso, bramó su victoria tras un esprint enfurecido. Agonizó, resistió y venció. Démare se venga en Messina.