Recibida la tunda en Segi di Ala, despachados del Giro Evenepoel y Ciccone, caídos en San Valentino, una travesía eterna, de 231 kilómetros, aguardaba a las piernas, que se protegieron. Autodefensa. Otra jornada ideal para una fuga. Cuando descansan los generales, brotan los aventureros, que son legión en un Giro que abre las puertas. No hay porteros que controlan tanto ajetreo. Puertas giratorias. El Ineos, que viste con flema británica, de negro, uniforme de centinela, bendijo la enésima fuga. El Giro es una gran evasión. Los guardianes de Bernal se abstrajeron. Solo tienen ojos para su líder. Le acunaron. Mimos para el colombiano.

Bernal, que tan mal lo pasó en Segi di Ala, reanimado por el ímpetu de Daniel Martínez cuando estaba en el diván de las dudas y en la camilla de los quebrantos, tuvo un día de barbecho para sus piernas. También pudo descansar la mente y poder apaciguar los demonios interiores antes de las últimas batallas que le restan al Giro: dos jornadas de montaña y la contrarreloj de cierre de Milán. El día, digno de un balneario, invitaba a la contemplación y a los placeres mundanos. A música suave y hamaca. En Stradella, foco de la industria del acordeón, Alberto Bettiol dio un conciertazo. Su primera victoria en el Giro. Música celestial para el italiano. Bravissimo.

El vencedor surgió de la orquesta que formaron Gorka Izagirre, Vendrame, Vermeersch, Pellaud, Ponomar, Tesfatsion, Battistella, Zana, Consonni, Cavagna, Gavazzi, Rivi, Kreder, Bevin, Oldani, Cataldo, Arndt, Denz, Roche, Mosca, Richeze y Ulissi. Conformaron una escapada numerosa, ventruda, de esas que tienen éxito en cuanto nacen. Del nacimiento hasta la boda. Existe una amplia literatura que sostiene esa hipótesis en la presente edición de la carrera. Era la décima fuga con festejo. Una costumbre. Desconectado el Ineos, solos en cabeza, los 23 apilaron una cantidad ingente de minutos en el búnker del tiempo. Todo discurrió como se suponía. No había renglones torcidos. Paz y armonía.

Descontados 200 kilómetros, tomó cierto pulso la jornada porque el terreno, hasta entonces una planicie, se enredó con algunos rizos, las cotas de Roncole, Castana, una chepa de cuarta, Cigognola y Canteo Pavese. Los dorsales se agitaron. Gorka Izagirre, de natural valiente y peleón, buscó su opción, pero la fatiga acumulada le diluyó la efervescencia. En ese ambiente bélico, en el diálogo de la desconfianza, Rémi Cavagna, el TGV de Clermont Ferrand, se cuadró y dispuso los raíles para su desempeño.

Aferrado a su manual de estilo, pleno de potencia, Cavagna no tenía ninguna intención de parar en los apeaderos. Campeón de Francia contrarreloj, a Cavagna la soledad le estimula. El francés se subía por los peraltes. De arcén a arcén. Desbocado entre viñedos que festoneaban la carretera, que dibujaba bellas curvas. Cavagna agarró un manojo de 30 segundos. El francés sufría en las subidas. Bettiol, que se destacó entre el grupo que perseguía, le retó. El italiano lijaba cuando la carretera elevaba los cuellos. Roche se encoló a Bettiol. Dos contra uno hasta que el italiano sometió a Roche.

SIN PIEDAD

Bettiol, desatado, ganador del Tour de Flandes en 2019, atrapó al francés en el repecho de Canteo Pavese. El italiano reventó a Cavagna, abrumado, descarrilado. El TGV no es un tren de cremallera. Bettiol, superlativo, detonó su ambición. El pelotón no sabía el significado de ese concepto. Se dejó llevar entre el aroma de las vides y el ahorro de energía a la espera del futuro inmediato. El pelotón accedió a la meta entre bostezos, a 23:30 minutos.

Bettiol no tuvo tiempo para eso. Era el aquí y el ahora. Solo tenía que preocuparse de Roche, el único que le seguía el rastro, pero a Roche le faltaba gas. Cavagna agonizó. El italiano leyó la partitura a la perfección y dio con la tecla exacta. Después abrió el fuelle de su coraje e hizo sonar la música en Stradella, un lugar que durante muchas décadas fue uno de los principales centros de producción de acordeones del mundo. Todo comenzó en 1876 de la mano de Mariano Dallapè. La industria se desarrolló hasta alcanzar su máximo esplendor entre las dos guerras mundiales. Después llegó la decadencia. Balada triste. Pero el sonido del acordeón siempre está presente. Allí ofreció un conciertazo el apasionado italiano, que puso en pie al público. Bettiol, el acordeonista de Stradella.