La cita de las urnas que nos convoca a un atropellado cambio de las cámaras parlamentarias y del Gobierno central español ha venido provocada por ejes interdependientes en conflicto que han conformado, a su vez, las directrices de la precampaña y campaña electoral: Catalunya como señal roja del mal llamado “hecho o conflicto territorial”; la insufrible corrupción galopante que ha permanecido en el seno de los partidos socialista y popular, sobre todo, con la sentencia condenatoria firme a este último; la evidente utilización de las cloacas y aparatos del Estado en beneficio de los partidos ya señalados, la Casa del Rey y determinados empresarios, así como un sospechoso poder judicial mediatizado por su rol parcial e ideologizado y, finalmente, la no superada crisis económica responsable de una desigualdad creciente.
La campaña ha servido poco para motivar a una sociedad necesitada de ilusionarse y comprometerse en la construcción de su propio futuro. Las “viejas reglas del juego” no solo han excluido del debate general a representantes legítimos en las disueltas cámaras, sino que ha facilitado una equívoca concentración mediática en torno a la distorsionada y falsa imagen de cuatro supuestos posibles presidentes de Gobierno: ninguno de los cuatro preseleccionados puede presidir un Gobierno sin contar con el apoyo de los excluidos. Si los “independentistas y nacionalistas periféricos” somos causantes de la insatisfacción con el “modelo territorial” y algunos creen que no hay razón para revisar el modelo, cabría pensar qué pasa con otras cuestiones que no parecerían afectar al desajuste: el que no funcionen los trenes en Extremadura, que Castilla La Mancha renuncie a sus potenciales competencias estatutarias, que las conferencias sectoriales con las comunidades sean una caricatura de la coordinación interinstitucional, meros intercambiadores de reproches interpartidos, que la deuda del Estado con la Seguridad Social y el Pacto de Toledo sean un nido de águilas con todo tipo de despilfarros y negligencias? Así, lejos de la razonable búsqueda de un diálogo abierto a la búsqueda de soluciones, se impone la “promesa” del aspirante Rivera de “eliminar a los enemigos de la unidad de España del Congreso y remitirlos al Senado de modo que los Constitucionalistas españoles podamos hablar de nuestras cosas”. Excluir la diferencia solo lleva a un resultado: la salida, antes que tarde, de quienes no se sientan confortables en un Estado que, además, les trasmite una rotunda, negativa y excluyente interpretación tanto de la democracia, como del propio ordenamiento constitucional y estatutario vigentes.
Es el inmovilismo del miedo a una derecha con preocupantes tintes de retroceso y vuelta al pasado, “tres derechas” antes ocultas e integradas bajo el viejo paraguas de la Alianza Popular de antaño y hoy en su pelea particular. Ya en plena campaña, una de las perlas del líder de Vox no deja de tener su importancia: “Es más que probable que después del 28-A, la derecha tradicional desaparezca como sucediera con la UCD de Suárez?, y dé paso a un nuevo liderazgo y partido refundados”. Adicionalmente, las muestras de una voluntad y capacidad real de “regeneración democrática” no aparecen y el gran desafío mitigador de la desigualdad y la desafección se deja al azar, en la confianza de que la “magia exógena” termine resolviéndolo algún día.
Ante este panorama, anticipándonos a los resultados de hoy, merece la pena una breve reflexión con base en algunas lecturas.
Por un lado, el sociólogo aragonés Ignacio Urquizu, se acerca a un posible “retrato robot del ciudadano medio español” (¿Cómo somos? Un retrato robot de la gente corriente), aportando interesante información desde su percepción inicial de lo que considera el abandono real de este inexistente ciudadano tipo del que sin embargo todos parecen conocer y hablar. Razona el porqué de resultados en apariencia sorprendentes en sucesivas votaciones desde 2011 en las diferentes democracias europeas y se pregunta por la tipología real del elector en los diferentes países para romper el simplista análisis que ha llevado a tantos a a concluir que lo inesperado de los resultados, es fruto de los movimientos populistas, nacionalistas o ultras. Así, quienes apoyaron el Brexit o pretenden transformaciones radicales en el modelo de Estado, o desoyen los mensajes “estabilizadores” de las recetas de siempre, o no se sienten identificados con determinadas ideologías político-económicas de “probado éxito en el pasado”, o abogan por mayor velocidad en herramientas mitigadoras de una creciente desigualdad, o no se ven representados por academicismos pseudo intelectuales y culturalismo de izquierda, o quienes se ven empobrecidos o perjudicados como consecuencia de la globalización, padecen la crisis económica o el impacto tecnológico y cambios sociales, no estarían necesariamente equivocados, ni serían simples egoístas individualistas, insolidarios, xenófobos o localistas contrarios al progreso y futuro “normalizado y deseable”. La compleja realidad dista mucho de esta conclusión apresurada. Ni existe un ciudadano medio al uso, ni, en consecuencia, se da una confortabilidad homogénea. El ciudadano medio, más allá de estadísticas, es, además, cambiante a lo largo del tiempo y en función de sus circunstancias.
Y, de esta forma, el votante que hoy acude a las urnas varía, atendiendo a Belén Barreiro (La sociedad que seremos), y a lo que ella llama “sociedad cuádruple” post crisis e inmersa en una revolución tecnológica incierta, da lugar a cuatro grandes categorías: los digitales enriquecidos, los digitales empobrecidos, los analógicos enriquecidos y los analógicos acomodados. Cada uno de estos bloques genera una predisposición a un voto diferente más allá de otras segmentaciones tradicionales. Ideología, consumo, tecnología-afección en términos de calidad y expectativa de vida, llamarían a un respaldo u otro a según que partidos políticos y liderazgos, resulten creíbles y referentes para sus personales aspiraciones de futuro. Categorías más o menos identificables en el modelo del Estado, español a las que añadir el carácter plurinacional que genera una caracterología diversa y obligará a una mejor comprensión del votante en Euskadi, Catalunya, con sus propios sentimientos, voluntad de pertenencia, compromiso colectivo y apetencias personales respecto de sus propias consideraciones y valoraciones del rol del Estado y su mayor o menor intervención.
La “nueva realidad” observable se parece poco a la ciudadanía corriente, a los apriorísticos “deseos” individuales del votante encasillado por un marketing electoral asignado y sí a una interacción aspiración-compromiso no asociable al uso.
En esta línea, la publicación estos días, desde una perspectiva empresarial y del management, por McKinsey de El nuevo dilema del primer ejecutivo: el sufrimiento del corto plazo por los beneficios del largo plazo (de Michael Birshan, Thomas Meakin y Kurt Strovink), nos recuerda que las estrategias y sus resultados, exitosos, son fruto de acciones colectivas y no individuales y que su trabajo de hoy será base de los éxitos de otros, mañana, y la necesidad de liderazgos de “luces largas”. Resalta la importancia de aquellos líderes que han sabido que su compromiso supone coser un nuevo eslabón al servicio del proyecto final y no su propia gloria cortoplacista. Por tanto, cuando mañana, día 29, revisemos el resultado electoral, habremos de preguntarnos si hemos elegido un gobierno que se sacrifique por las ganancias deseables y esperables de una sociedad plural diversa, heterogénea en un Estado distinto al actual, reinventado desde sus raíces diversas, reales, con diferentes aspiraciones y voluntades futuras, un nuevo estado de bienestar y desarrollo inclusivo o, por lo contrario, seguiremos con el deterioro de las recetas del pasado considerando inamovible un modelo económico, social, político y territorial cuyas consecuencias negativas e insatisfactorias posibilitan simplemente el no riesgo a la espera de que suceda “lo que tenga que pasar” cuando estén otros.
Si el votante y ciudadano medio no es ni quien era, ni lo que parecía, si los diferentes pueblos del Estado no se sienten confortables con un modelo que pide a gritos actualización y cambio, si la crisis económica ha aumentado la desigualdad (real o aparente), si el pensamiento económico único es insatisfactorio, si aumenta la desafección con las instituciones y se cuestiona una democracia infectada por las cloacas en que parece apoyarse y si la incierta revolución tecnológica obliga a toda una transformación radical, ¿no es momento de pensar en el futuro y abordar, para la sociedad, su Estado y su administración y gobernanza, el mismo consejo que damos a las personas, empresas y organizaciones -“innovación y conocimiento”- desde la riqueza de la democracia?
Hoy podemos votar y elegir a nuestros representantes. Confiemos en que no sea volver al mismo escenario de partida sino dar otro paso relevante hacia un nuevo futuro.