la publicación de un estudio comparado (Consejo General de Economistas de España) de la competitividad regional en el Estado español irrumpe estos días en el debate territorial que, al cobijo del procés catalán y los resultados electorales de Andalucía, viene ocupando los espacios mediáticos de fin de año en el marco de la incertidumbre generalizada en la economía mundial, traducida en demoledores resultados bursátiles globales, que afectan a millones de inversores y ahorradores. Los grandes titulares del citado informe destacan que Madrid, País Vasco, Navarra y Catalunya ocupan los primeros lugares (a la vez que el País Vasco sería el líder en productividad) con unos índices hasta 250% superiores a los de Extremadura, Canarias y Andalucía. Estos resultados, estructurales, no difieren respecto a años anteriores.
El informe merece algunas consideraciones.
La semana pasada acudía a mi cita anual de la MOC Faculty en la Universidad de Harvard (Workshop anual de la red de profesores e investigadores de la Red de Microeconomía de la Competitividad, que integra a 120 institutos y universidades en 65 países, bajo la dirección del profesor Michael E. Porter). Como es habitual, el repaso a los temas candentes sobre la competitividad y el repaso a las principales líneas de investigación y práctica que en materia de competitividad se vienen desarrollando permitió, en esta ocasión, insistir en algunos elementos esenciales que suponen el concepto competitividad y, sobre todo, su traducción en estrategias de empresas, gobiernos y territorios (ciudades, regiones y naciones) a la búsqueda de la prosperidad y bienestar de las personas. Así, conviene recordar, con claridad, aquello de lo que estamos hablando cuando usamos el término competitividad: Una nación o región es competitiva en la medida en que las empresas y agentes socioeconómicos que operan en ella son capaces de competir, con éxito, en la economía regional y global, elevando salarios y estándares de vida, de forma sostenible, para sus ciudadanos medios. Definición y resultados que implican prosperidad, que no es sinónimo de crecimiento económico; también integrar el desarrollo económico con el desarrollo social de manera inclusiva y simultánea, actuando sobre la totalidad de los verdaderos determinantes del valor esperable, con una estrategia de país hacia un fin determinado, la calidad y eficiencia de sus instituciones, su entorno empresarial y de negocios alineado con el bienestar colectivo y la generación de riqueza y empleo; su capital humano tanto en stock conocimiento acumulado como interrelacionado entre los diferentes colectivos y agentes; el grado de clusterización interrelacionada y eficiente de su economía abarcando todo tipo de actividades e industrias conectables; un adecuado proceso de interacción público-privada y público-público, y la organización país para la estrategia compartida. Actuar de forma correcta -y simultánea- en todos estos elementos es lo que permite, al final, explicar un resultado positivo y hablar de competitividad.
Dicho esto, conviene recordar la relatividad de los índices e indicadores que proliferan por el mundo. Son muchos los índices de elaboración propia que parecerían medir lo mismo y que, sin embargo, difieren de forma considerable. En este sentido, el marco de competitividad que utilizamos en el MOC de Harvard, con largo recorrido histórico, pone el acento en el Índice de Progreso Social y el Índice de Competitividad que distingue y compara según el peso de la economía y el desarrollo social y económico integrados y el peso determinante de la productividad. Conviene recordar la importancia de utilizar índices homologados a lo largo del mundo de modo que se facilite comparar peras con peras y no acumular informaciones dispares al servicio de intereses particulares y temporales. Baste señalar el ejemplo de Estados Unidos, que lidera la competitividad en términos PIB (por simplificar) y cae al puesto 25 si de progreso social se trata. Sin embargo, los principales jugadores europeos, especialmente (Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza y Holanda) junto con Singapur, lideran ambos índices comparables. Destaquemos que de los 20 primeros lugares mundiales en términos de progreso social, 15 son países europeos (afortunadamente, Euskadi sí forma parte de ese grupo de cabeza, bajo el prisma comparado de país). Esta constatación entra de lleno en una de las mayores preocupaciones mundiales: la desigualdad creciente (generalmente mayor dentro de un mismo Estado o megaciudad que entre diferentes países o ciudades), la consiguiente búsqueda de nuevas agendas sociales que dirijan los modelos de negocio empresariales, los nuevos roles a jugar por empresas (sobre todo) y gobiernos y el grado de implicación y participación de la sociedad. El modelo de competitividad y desarrollo inclusivo que hemos de perseguir obliga a un acelerado paso hacia el cierre del loop que entronque competitividad y creación de valor compartido empresa-sociedad. Todo un reto cuya insatisfactoria solución supone uno de los principales motivos de desafección y movilización antisistema que hoy recorre el mundo.
En esta línea, nuestro trabajo de estos días tuvo la gran oportunidad de compartir con Michael E. Porter y Mark R. Kramer (padres del Shared Value o Co-Creación de Valor) el ejercicio real que, a lo largo del mundo, se viene realizando “focalizando el cambio de los condicionantes sociales en el entorno socioeconómico y empresarial en que vivimos”.
Discursos vacíos e irrelevantes en torno a supuestas unidades de mercado o de España, propagadas desde mentalidades centralizadas del pasado, alejadas de realidades sociales y económicas de un mundo que interactúa con mayor complejidad en múltiples direcciones y bajo inesperadas y cambiantes condiciones, o la simpleza culpabilizadora del “poder regional de los nacionalismos históricos de Catalunya y Euskadi” como focos del comportamiento de diferentes sociedades en su decisión de voto, no es sino errar el análisis.
España tiene un gran problema. No es un espacio único sobre el que aplicar un pensamiento único o una única estrategia de desarrollo, ni un modelo único puede dirigirse desde el Paseo de la Castellana. No puede supeditar el desarrollo, el progreso y las aspiraciones de las diferentes regiones y territorios a un permanente reparto partidario de cuotas de poder, posiciones funcionariales (en España y en los organismos internacionales), ni supeditar la empleabilidad a sus seguidores. El lejano extremo negativo de la competitividad y prosperidad de sus regiones remotas (en estos términos) apartados de espacios de desarrollo medio y elevado, no demanda los mismos tratamientos que otros jugadores ya situados en ese grupo de cabeza europea y mundial. Unos y otros tienen demasiados retos que superar, si bien difieren en áreas de actuación, intensidades, tiempos, recursos, estrategias, compromisos y, por supuesto, aspiraciones y voluntades. Estrategias diferenciadas, modelos distintos para demandas, instituciones, voluntades, compromisos y aspiraciones distintas. La imprescindible solidaridad interterritorial no pasa por igualar en la medianía, ni mucho menos en escenarios de mínimos y/o mediocridad, sino por potenciar el efecto tractor de una convivencia e interrelación compartida de cocreación de valor desde decisiones y compromisos propios. Esto no es solo política o solo economía, sino un paquete complejo, exigente y de largo aliento a partir de un elemento esencial: la aspiración y voluntad democrática de un futuro determinado propio.
También es la competitividad la que nos muestra el camino y señala el valor de la política con mayúsculas. El mandato democrático de las sociedades, la eficiencia y eficacia de las instituciones y sus logros, constituyen el factor esencial y conductor de toda estrategia para la competitividad y el progreso social. No son consecuencia del azar. Los gobiernos son demasiado importantes y determinantes del resultado final (del positivo y del negativo).
Extremadura, Andalucía, Canarias? ni pueden, ni deben confiar en la política general unidireccional de Madrid para romper sus déficits estructurales y diseñar e implementar nuevos modelos alternativos de desarrollo, ni mucho menos concluir que la organización territorial es un regalo para Catalunya o Euskadi solamente remediable con un centralismo unitario. Catalunya y Euskadi necesitan modelos propios que potencien su propia aspiración de desarrollo y progreso social. La competitividad global sí tiene mucho que ver con las políticas, estrategias y relaciones de vecindad, pero estas han de construirse desde la realidad y voluntad diferenciada. Co-crear modelos interrelacionados de desarrollo es el verdadero reto. Hoy, la opinión pública fija su mirada en Catalunya y se autojustifica responsabilizando a sus legítimas aspiraciones y la gestión de su proceso en curso de las ineficiencias ajenas. No vendría nada mal concentrase en la realidad de cada uno. Quizás así, las grandes diferencias ante dos relevantes logros como la competitividad y el progreso social tardarían menos en atenuarse.