En mi último artículo en esta columna de opinión -¿Crecer para todos?- insistía en torno al “enigma del crecimiento” y la creciente corriente a debate en torno al nuevo concepto que, desde las propias entidades multilaterales proglobalización y libre mercado, se presenta como una “globalización inclusiva” con la pretensión de reconducir las políticas desde el foco esencial del crecimiento en sí mismo hacia la manera de afrontar nuevos modelos de desarrollo económico desde la equidad y el reparto de beneficios y más allá de la generación concentrada de riqueza y recursos de forma desigual y excluyente.
Hoy, insisto sobre esta realidad de primer orden que pasa a ocupar el debate central en la agenda económica, social y política a lo largo del mundo. Preocupación y prioridad no en exclusiva para un mundo intelectual, académico o de retórica de salón, sino esencial para orientar objetivos, soluciones y compromisos al servicio de las demandas reales de la sociedad, sus agentes y, por supuesto, de los niveles de vida y bienestar de las soluciones.
En este debate, podemos acudir a una (en apariencia) anécdota que permite acercarnos a las paradojas de la mundialización. Tras el resultado electoral en Francia del pasado domingo, su primera vuelta trajo como consecuencia el enfrentamiento de dos candidatos que, de inmediato, han dado lugar a la concentración de etiquetas confrontadas que, en teoría, facilitan u obligan la elección del futuro presidente de Francia el próximo día 7 de mayo. El ganador inicial y previsible receptor del 62% de los votos, Macron, parecería recibir el apoyo de sus excompañeros de partido y gobierno (socialista) y de un elevado número de centro-derecha republicanos, de los no votantes (instituciones europeas, medios de comunicación y gobiernos extranjeros, Bolsas de Valores y mercados de capital?), así como la duda de la izquierda populista de Mélenchon. Le Pen, por el contrario, recibiría el castigo en un todos contra ella como mal menor para no superar el 32% de los votos. Así, la simplificación del europeísta y liberal (o naranjito francés) ganaría a la xenófoba y ultraderechista nacionalista. Francia, la Unión Europea, el mundo en general, respirarían tranquilos y el modelo vigente avanzaría por encima de incertidumbres y alteraciones no deseadas.
¿Realidad y percepción; etiquetas y contenidos; preocupación e intereses personales o principios y beneficios generales? La respuesta reviste enorme complejidad. Tras años de un intenso y en apariencia sostenible crecimiento, junto a los logros globales observados, la desigualdad, el estancamiento en los niveles de vida, provoca una clara convulsión política. Un pensamiento común parece alumbrar el gran peligro: “El final del orden económico de posguerra” anunciado de mil formas a lo largo de múltiples foros, que, según un amplio número de analistas, vendría explicado por la crisis de 2008, la pérdida de expectativas de mejor nivel de vida para la próxima generación, la impronta de los populismos, el protagonismo de los nacionalismos y la confortabilidad de unos pocos, suficientemente supervivientes al cataclismo protegidos por situaciones relativas de privilegio ya sea por su empleo público asegurado de por vida, por su patrimonio y ahorros o por situaciones diversas que les sitúen en mejores posiciones comparadas.
Es posible que una buena aproximación empiece por ordenar causas y consecuencias y no tratar todo como un conglomerado sin orden ni concierto y, lo que es peor, sin preocuparnos por entender su verdadero significado y generando confusión, uso equivocado de términos y descalificaciones de otros atendiendo a nuestros intereses particulares. ¿Debemos empeñarnos en un continuismo que no parece ofrecer los resultados-objetivo? Atendiendo al ejemplo francés anteriormente mencionado, ¿diríamos que Macron no es un nacionalista francés, no dirigió un Ministerio de Economía con políticas proteccionistas en defensa de empresas tractoras insignia del motor económico francés, o no ha criticado las políticas europeas de “austeridad y estancamiento”, de migración, etc. que, entre otras cosas, le llevaron a dejar su espacio socialista y el gobierno de Hollande para transitar, en apariencia, sin partido? O, por el contrario, ¿es Marie Le Pen menos nacionalista (francesa) que Rajoy (nacionalista español)? ¿Es el apoyo de Le Pen el aumento del gasto en defensa y a la intervención unilateral de Trump en Siria menor o diferente al de Rajoy, al del conjunto de ministros y exministros de Defensa europeos? ¿O será Macron un neoliberal al servicio del capital como dirían algunos sindicalistas y populistas de nuestro entorno a la vez que destacan, por contraste, en el exterior, nuestras políticas económicas y sociales? ¿Tiene sentido que el líder de la izquierda francesa, Mélenchon, dude en pedir el voto a Le Pen y no a Macron o que el sindicato CFDT en Francia destruya sus oficinas ante la filtración de su posible apoyo al exministro socialista?
Demasiados preguntas y posiciones contrapuestas. No parece que las definiciones y clasificaciones simples de unos y otros sirvan para explicar o definir ni la ideología de cada uno de ellos ni el perfil de quien les vota.
A falta de respuestas bajo el prisma mencionado, nos encontramos “bloqueados y atrapados en el pasado equivocado”, tal y como publicaba hace unas semanas el subdirector gerente del FMI, Tao Zhang, defendiendo una reorientación hacia el crecimiento inclusivo. En su caso, insiste no solamente en la necesidad de implicarse en superar secuelas de la crisis financiera, sino avanzar hacia la reactivación de la productividad (aspiración, inspiración, esfuerzo, incentivos, no penalizar el éxito ético?), como atributos esenciales de nuevas políticas completas e integradas que repiensen educación y empleo, compensación, salud, inclusión financiera, redes de protección y políticas redistributivas, orientadas a criterios y objetivos encaminados a mitigar la desigualdad.
La capacidad social, el capital humano, la institucionalización democrática de recursos y agentes, predeterminarán una nueva manera de provocar un mundo futuro diferente, más allá de proyecciones y predicciones sobre las bases y estadísticas del pasado.
Hoy que Europa, bien por decisión propia, bien por dar respuesta a factores relevantes como el Brexit, se ve obligada a replantear su futuro, convendría evitar la tentación del gatopardismo para fingir que cambiamos para seguir haciendo lo mismo. No dejemos que un pasado repleto de logros, sin duda, impida abrazar nuevas líneas de pensamiento acordes con demandas insatisfechas.
Así, seremos capaces de “desbloquear las fuentes reales de una nueva manera de entender el mundo en el que habremos de movernos”. Y, por supuesto, parafraseando el tuit de Macron, “cada uno elegiremos; o continuar atrapados en las no soluciones del pasado o asumir el riesgo de repensar un futuro distinto”. Hoy, en Francia; mañana, una a una, en todas partes.