El ambiente relativamente informal, de compadreo y palmaditas en la espalda del secretario general de la OCDE, Ángel Gurría, y el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, en la presentación del Informe 2017 sobre la Economía Española no ha hecho sino confundir a la audiencia y generar falsas expectativas y valoraciones sobre la economía española.
La supuesta campechanía reinante, seguida de la primera fase del informe (“La recuperación está en marcha, pero sigue siendo difícil conseguir un crecimiento más inclusivo”) llevaría a pensar que el estado de las cosas funciona y que el Gobierno español recibe un espaldarazo de su socio (y perceptor de cuentas importantes, también de funcionarios de lujo tipo Wert y su mujer, que coincidían en Madrid por la presentación del retrato del exministro y hoy embajador de España ante la OCDE). Nada más lejos de la realidad.
Pese al cuidadoso lenguaje diplomático y no beligerante del informe, resulta evidente la insistencia en los aspectos negativos así como en las tareas pendientes, que años atrás ya anunciaron un claro escenario de riesgo para una España que, además, ha de afrontar enormes retos no mencionados en el documento del citado organismo. Afirmar que ha de reconocerse que España ha iniciado un camino de crecimiento no es sino una constatación estadística, máxime tras un periodo recesivo. Señalar, a continuación, que el crecimiento no ha ayudado no ya a resolver sino ni siquiera a mitigar el estado de inequidad, la pobreza relativa, el desempleo (no solo un 18,8% oficial en términos de paro registrado, sino de empleo de pésima calidad por el tipo de contrato, las condiciones salariales, la cualificación y la bajísima productividad, alejado de cualquier atisbo de innovación esperable en un país con aspiraciones relevantes de futuro), o el abandono de las políticas sociales exigibles para contrarrestar los resultados observables, necesitado de reformas, reformas y más reformas? Es a los ojos de cualquier lector objetivo, una destacada descalificación y no una felicitación entre colegas.
La realidad de la economía española exige reformas radicales:
-En su modelo territorial y de diferenciado autogobierno regionalizado según sus propios tejidos económicos distintos, de sus diferentes grados de voluntad de autogobierno y confortabilidad o no con el modo de relación entre ellas en y con el Estado según las legítimas aspiraciones de cada una.
-Afrontar de forma radical el conjunto de la función pública y el empleo asociable (político y funcionarial), lo que exige cambios en profundidad que no solamente aprovechen la obligada renovación generacional y la adaptación a lo que se espera de todo gobierno en sus diferentes niveles institucionales ante las mega tendencias, cambios observables y a la eficiencia-coste de su administración, sino a la necesidad de romper con la dualidad en la empleabilidad, terminando con la privilegiada diferenciación en términos de acceso, seguridad, tipología de contrato, retribución (directa y complementaria) y permanencia.
-Nueva gobernanza, nuevas modalidades de selección, contratación, promoción, salida de las personas al servicio de nuevas administraciones, con objetivos y funciones muy diferentes a las demandadas en el pasado con roles distintos a los desempeñados por muchas de ellas. Es momento de hacer coincidir el discurso que desde la política y los gobiernos (universidades públicas incluidas) se emite a la sociedad (“necesitamos profesionales con claros perfiles de internacionalización, pluri-competencia, flexibilidad ocupacional, emprendedores, digitalizados, alfabetizados en nuevos espacios tecnológicos y acostumbrados a cambiar de empleo y profesión de manera permanente, con un elevado sentido y propensión a la movilidad?”) con las nuevas administraciones y empleados públicos que exige el cambio deseable.
-Si consideramos un desempleo intolerable que no encuentra en inservibles servicios de empleo las herramientas necesarias para formar, informar y facilitar el ingreso o reincorporación a empleos dignos, parecería razonable demandar una reforma de estos radical, máxime cuando, parche tras parche, se fosilizan los instrumentos del pasado sin haber ofrecido resultados dignos de consideración.
-Y es momento, sin duda alguna, de transitar en el espacio de las políticas sociales, revisables en torno a conceptos de renta universal, salud y bienestar. Ni que decir de un renovado sistema educativo a lo largo de toda la vida, una nueva (de verdad) universidad al servicio del futuro y no de la endogamia heredada y una política fiscal y tributaria acorde con los cambios y realidades observables y no la farsa demagógica que termina con el tranquilizante mensaje de que paguemos otros (se supone que quienes más ingresan, ahorran o invierten).
-De esta forma, con una reforma radical previa de los Tribunales Supremo y Constitucional se entendería, también, la obligación de la administración central, Congreso y Senado, de cumplir con las obligaciones legales vigentes (por ejemplo, con los Estatutos de Autonomía).
Sin duda es una agenda inmensurable. Pero es el recetario que la realidad impone.
Desgraciadamente, el mencionado informe no permite ni afirmar una verdadera y positiva salida de la crisis, ni confiar en que estos años de enormes dificultades hayan servido para abordar las verdaderas transformaciones radicales que la profunda crisis ha señalado. España, como Europa, han desaprovechado un período de cambios imprescindibles. Ni han fijado una visión o aspiración de futuro que haga atractivo el compromiso de sus ciudadanos y agentes económicos y sociales; ni han sentado las bases para las reformas esenciales (gobernanza, modelo de crecimiento y desarrollo, viabilidad del ansiado Estado de Bienestar, competitividad y productividad?); ni han culminado su revisión del sistema financiero, de la administración pública; ni la reformulación del Estado y las naciones y regiones que hoy lo componen; ni han ejercitado la necesaria devolución competencial y de recursos que tanto las realidades y demandas económicas como políticas (y legales) aconsejan.
Confiemos en que la inevitabilidad diplomática y de consenso que impera en los organismos internacionales no oculte la esencia de sus análisis y permita profundizar en las dificultades y asignaturas pendientes. No se trata de flagelarnos ante la adversidad, sino de apostar, desde el realismo, por hacer de los problemas las fuentes de las soluciones. Se trata de un enorme desafío que no permite alocadas improvisaciones, ni mesiánicas promesas. Por el contrario, exige mucha dedicación, responsabilidad, compromiso y riesgo.