En mis tres últimos artículos en DNA, hablaba del “bipartidismo fallido” de Estados Unidos y su impacto negativo en el estado de las cosas, desde un punto de vista estadístico, y el avance hacia un Nuevo Orden Internacional como proceso inevitable para abordar los riesgos y desafíos mundiales diseñando nuevos caminos, instrumentos y compromisos. Hablaba de la necesaria co-responsabilidad y compromiso mutuo entre quienes convienen entre sí y quienes, en su caso, desean salir de un espacio compartido, sean acuerdos comerciales, sociales o político-administrativos.

En el mismo contexto, podemos repasar un par de asuntos interrelacionados que han de condicionar no solamente la percepción exterior de los Estados Unidos y su rol en el mundo, sino el papel a desempeñar por terceros, tanto estadounidenses como no.

Si el presidente Trump iniciaba su mandato ejecutivo ordenando vulnerar de manera unilateral sus convenios internacionales (tanto de derechos humanos, inmigración y asilo, como el Nafta voluntariamente suscrito con sus vecinos de Canadá y México), avanzaba su obsesivo millonario despilfarro en un nefasto y humillante muro separador con México y procedía a la prohibición de visados a inmigrantes de siete países bajo el nada sostenible argumento de “evitar los errores que han favorecido el terrorismo en Europa”, dando paso a abusivas detenciones, la reacción de protesta no ha hecho más que empezar (dentro y fuera de EEUU).

Día a día voces cualificadas en el exterior denuncian el peligro instalado en la Casa Blanca, con independencia de su legitimidad ganada en las urnas, y se suman a la valiente orden de una jueza de Brooklyn impidiendo la aplicación del intento presidencial; a la huelga de cientos de taxistas, negándose a dar servicio a los aeropuertos de Nueva York; a las medidas extraordinarias de protección a sus trabajadores inmigrantes en las empresas de Silicon Valley; al anuncio de Starbucks de contratar 10.000 refugiados en los próximos cinco años; a la respuesta colaborativa de miles de autónomos propagando mensajes en las redes sociales advirtiendo del peligro de firmar la forma migratoria I-407 a aquellos inmigrantes con la Green Card, engañados para provocar la pérdida voluntaria de su residencia permanente; así como a declaraciones oficiales de múltiples organizaciones, como la de la Fundación Solomon R. Guggenheim de Nueva York que, a través de su director general en su carta a todos los trabajadores, manifestaba preocupación y rechazo a la medida del presidente, reiteraba “el peligro de que los principios de una democracia abierta, en los que se basa la fundación de los Estados Unidos de América, aparezcan amenazados” y recordaba cómo “Guggenheim siempre estará en favor y apoyo del libre movimiento de personas e ideas trabajando por un mundo inclusivo, valor esencial de la institución desde su nacimiento”.

En este contexto de rechazo, la nueva presidencia ha decidido violentar los convenios internacionales de carácter económico (y, por ende, políticos) vigentes, y ha elegido a México y al Nafta (acuerdo norteamericano de libre comercio) como primeros objetivos. México ya anunció días atrás su decisión de revisar, modernizar, actualizar y transformar su estrategia de internacionalización. Si el presidente Peña Nieto presentaba hace tan solo unos días su nueva estrategia de acción exterior y proclamaba el respeto a la dignidad y soberanía de los mexicanos para acudir a Washington a “negociar la modernización de nuestros acuerdos” bajo el eslogan de “Ni confrontación ni sumisión”, la política de Trump se ha convertido en acelerador de lo que Krugman llama “dejar en paz a los muertos vivientes” en referencia de la vieja y negativa globalización. En palabras de un editorial de The Economist: “Trump llega tarde al debate; la globalización hace tiempo entró en jaque”. Y yo añadiría, tarde, mal y equivocando conceptos y supuestas soluciones.

En esta línea, ya el último número (diciembre 2016) de la revista Finanzas y Desarrollo, editada por el Fondo Monetario Internacional (nada sospechoso de favorecer el libre comercio globalizado), dedicaba sus páginas a un amplio e interesante debate en torno al “estado de la globalización”. Tras un rápido análisis explicando la reducción de los flujos de capital transfronterizo, la disminución del comercio a partir de 2007 y las características de esos casi 230 millones inmigrantes económicos y expatriados que se mueven por el mundo -datos objetivos que cuestionan en sí mismo el estado de la cuestión- repasa otros factores relevantes como los movimientos crecientes críticos con la globalización, el parón de los grandes acuerdos y rondas comerciales y el desigual reparto de beneficios y pérdidas, lo que le lleva a plantear nuevas formas de entender, organizar y promover la globalización.

Krugman, por su parte, pone el acento en el estancamiento comercial y si bien destaca un gran efecto positivo traducido en una disminución “general” de la pobreza relativa en el mundo, señala su impacto negativo para aquellos países que dependen de exportaciones, requieren un uso intensivo de mano de obra y/o no lideran los espacios de empleo y generación de mayor valor añadido.

En esta línea, los intentos por “reencarrilar el comercio” (Maurice Obstfeld) permiten comprender el equívoco intento vivido asumiendo planteamientos simplistas que confundieron los términos y vendieran bondades sin matices. Sería el momento de pensar en un nuevo concepto para una vieja realidad: el mundo siempre ha conocido los riesgos, beneficios y costes de una mundialización o de relaciones más allá de sus comunidades endógenas. Lo destacable y deseable no es el proteccionismo intramuros, sino el reparto equilibrado y equitativo de los beneficios. Si una mal entendida “ventaja comparativa”(Samuelson), espontánea, supondría la capacidad de diferentes empresas y países en dotarse de un pequeño nicho diferencial benéfico para su población, la necesidad de entender su diferencia con una “ventaja competitiva” (Porter), ni de suma cero, ni espontánea, sino provocada, trabajada y construida desde el sentido complejo de la “coopetencia”, aumentando el valor por todos los que participan del intercambio, nos llevaría a nuevas fases de entender la mundialización. No ajeno a esto, la primera ministra Theresa May, explica en su prólogo al reciente Libro Verde para una estrategia industrial para el Reino Unido: “Nuestro Plan no es solo un proyecto para salir de la Unión Europea, sino un plan para redefinir nuestro futuro para el tipo de país que queremos ser cuando sigamos nuestro propio camino; es un camino para construir un país más sólido y más justo, que trabaje para todos y no para unos pocos privilegiados. Un plan para una nación que cree en sí misma, se enorgullece, aspira a situarse en vanguardia y logra el éxito a largo plazo, de manera sostenible. Una apuesta para futuras generaciones que tengan la oportunidad de hacerlo mejor que como lo hicieron sus padres ayer y abuelos hoy”. “Es un post-Brexit que posibilite reinventar el gobierno, asumir un nuevo rol protagonista del sector público en la política industrial que aborde nuevos y diferentes acuerdos bilaterales con aquellos países que quieran compartir lo que nosotros mismos queremos”. Nuevos caminos, nuevos desafíos.

No muy diferente al mensaje que ya en 1944, con ocasión del Acuerdo de Bretton Woods que diera lugar a la creación del Fondo Monetario Internacional transmitiera el entonces secretario del Tesoro de los Estados Unidos de América, Henry Morgenthau: “Espero que esta conferencia centre su atención en dos axiomas económicos básicos. El primero es que la prosperidad no tiene límites fijos; cuanta más prosperidad logran otras naciones, más la tendrá cada nación por sí misma. El segundo es corolario del primero: la prosperidad, como la paz, es indivisible. No podemos permitirnos desperdigarla aquí o allá o entre afortunados, o gozarla, a expensas de otros”?

Todo esto debería llevarnos a comprender los verdaderos conceptos de la mundialización y las paradojas de la internacionalización. Repensemos las viejas y usadas palabras y “sin sumisión y con la confrontación activa de ideas y hechos, firmes y pacíficos” busquemos la paz y prosperidad que se supone buscamos.

Esta misma semana, la presentación del Libro Blanco sobre la salida del Reino Unido de y para un nuevo partenariado con la Unión Europea supone una pieza de extraordinario valor para revisar viejos mensajes anclados en un pensamiento único, acrítico, que ha sido esgrimido por inmovilistas al encontrase con “problemas molestos”. Quienes hemos difundido modelos alternativos de Estado, sistemas y espacios socio-económicos diferenciados (Euskadi, Catalunya, Flandes?) somos ninguneados por un determinado tracto histórico o por la referencia equivocada a contextos bélicos, o propios del subdesarrollo o del proteccionismo xenófobo y localista, cuando no a la ignorancia ajena a los tiempos modernos.

Hoy, nada menos que el Reino Unido, quinta economía mundial, referente europeo mundial de la ciencia, la innovación, las plazas financieras internacionales? aborda un proceso singular. La voluntad popular votó en referéndum para encontrar un nuevo camino, pacífico y democrático, su gobierno ha decidido asumir el mandato, lo ha llevado al parlamento y va adelante de la mano de una guía clara sobre doce principios básicos que merece la pena contemplar para otros procesos que han de repensar y redefinir nuestro futuro, no solamente en Europa, sino en el mundo. Principios que pretenden “no solo una nueva alianza con Europa, sino construir una nueva, más justa y más sólida Gran Bretaña, universal” (Theresa May).

Objetivos y principios que añaden elementos reseñables: el énfasis y reconocimiento al protagonismo institucional y democrático que corresponde a los “Estados objeto de la Devolución de Poderes” (Escocia, Gales, Irlanda del Norte) que ya han definido cómo quieren seguir adelante (dentro de Europa y/o el Reino Unido), la realidad cultural, de vecindad y de potencial proyecto compartido (Irlanda e Irlanda del Norte) y la oportunidad para modernizar y construir alianzas con todos los espacios globales del mundo además de establecer relaciones bilaterales concretas. Y todo esto, en un clima normalizado de “desconexión” en beneficio mutuo.

Un nuevo paso aleccionador para quienes se han aferrado a discursos grandilocuentes de supuestas unidades históricas y al inmovilismo de las leyes como si no fueran estas los instrumentos adecuables a las demandas sociales, democráticamente exigidas.

El mundo se mueve, también, en direcciones innovadoras, creativas y esperanzadoras. Unos las agitan desde la imposición, aferrados a conceptos y privilegios del pasado; otros, afortunadamente, hacia los horizontes que las sociedades libres elijan en cada momento.

Parafraseando a Trump en su insultante referencia al muro “que pagarán ellos, aunque no lo saben”, podríamos decir que “su torpeza proteccionista ha acelerado nuevos espacios de colaboración e intercambio mundial, aunque él no lo sabe”.