transcurridos cinco meses desde la victoria electoral de Alexis Tsipras, el dilema sigue sin resolverse y amenaza, una semana sí y la otra también, con terminar en una tragedia para los griegos que eclipsaría la brillantez de Esquilo o Sófocles. Y, lo que es más grotesco, el cortejo de politicastros responsables de las bochornosas negociaciones, a uno y otro lado de la mesa, escenifican una comedia mediática: los acreedores mercadean un desenlace financiero y los deudores buscan una salida airosa para su promesa electoral basada en solucionar el clima de emergencia social griego tras décadas de corrupción, clientelismo y evasión fiscal.
Todo ello bajo el arbitraje de unas instituciones europeas incapaces de solucionar problemas graves (emigración, crisis del euro, recesión económica, etc.) y dirigidas por títeres al servicio del poder financiero: como Mario Draghi, presidente del BCE y otrora asesor, como vicepresidente de Goldman Sachs, del fraude contable en el déficit público que facilitó la entrada de Grecia en el euro. O la propia Comisión, que tiene como presidente a Jean-Claude Juncker, que negoció con las multinacionales la exención de impuestos para que se instalaran en Luxemburgo.
Conviene añadir que todos ellos se mueven en el marco de la Unión Europea e incumplen de forma flagrante el sustrato político más importantes derivado del Tratado de Maastricht, aprobado en 1992, que señala en su preámbulo la decisión de “promover el progreso social y económico de sus pueblos, dentro de la realización del mercado interior y del fortalecimiento de la cohesión y de la protección del medio ambiente, y a desarrollar políticas que garanticen que los avances en la integración económica vayan acompañados de progresos paralelos en otros ámbitos”.
Como bien se puede comprobar, tanto la Comisión como el BCE transgreden estos principios y, como no pueden alegar desconocimiento del mismo, el quebranto se convierte en prevaricación, pese a que las medidas que ofrece Tsipras sean insuficientes y pese a la corrupción que ha precedido al Gobierno de Syriza. Después de todo, el hecho de que las instituciones europeas fueran incapaces de detectar el fraude griego, pese a disponer de medios para ello, demuestra una negligencia más grave que el propio fraude. Y..., si no saben solucionar los problemas... ¿para qué están?
Es un grave error prometer lo imposible. Así lo hizo Tsipras en medio de un clima de emergencia social que conducía, y conduce, a la desesperación de la ciudadanía. Sus promesas electorales cautivaron a buena parte de los votantes, pero no estaban contrastadas con la realidad de una economía globalizada y manipulada por el poder financiero. Hoy está al borde del abismo, sometido a la respiración asistida del BCE que ha vuelto a dar una ayuda para evitar la bancarrota, mientras que la fuga de capitales sigue vaciando las arcas de los bancos.
Estamos, por tanto, ante una tragicomedia. Un sarcasmo, una parodia, un subterfugio mediático por ambas partes que no tiene visos de encontrar un desenlace satisfactorio para todos y que hoy, al decir de sus protagonistas, afronta horas decisivas en esa urgente reunión europea al más alto nivel. Es deseable que dejen aparcado su habitual diálogo de besugos. No obstante, mucho me temo que habrá buenas palabras, firmes amenazas y las mismas conclusiones que en ocasiones precedentes: rien de rien.