hUBO tiempo, no muy lejano, en el que el acceso a una mejor vida estaba íntimamente ligado a la aptitud profesional y responsable tutelada desde una actitud decente, ética y moral. Ese, al menos, fue el mensaje que recibimos de nuestros ancestros: esfuerzo, conocimiento, honradez y nobleza. En la actualidad, sin embargo, no hay semana en la que no se conozca algún nuevo capítulo de esa pesadilla interminable que relata la trayectoria delictiva seguida por muchos dirigentes de entidades financieras, políticos, empresarios y sindicalistas con el silencio, cuando no beneplácito, de los organismos supervisores y reguladores, incluidos los responsables políticos.

Hipotecas basura; quiebras; manipulación del Euríbor; multinacionales favorecidas en paraísos fiscales como Luxemburgo; rescate a las cajas de ahorro tras una nefasta gestión, etc., son titulares comunes de una sucesión de acontecimientos vividos desde que estallara la crisis económica que ha empobrecido a millones de familias.

Episodios ignominiosos y vergonzantes a los que esta semana se incorpora ese demoledor informe elaborado por dos peritos del Banco de España puestos al servicio de un juez para investigar el proceso de salida a Bolsa de Bankia, calificado como un fraude en toda regla o todo un escobazo en medio del avispero financiero español.

No pretendo entrar en detalles del citado informe pericial que tendrá que ser ratificado ante el juez Andreu por sus autores entre el 13 y 16 de enero. Digamos, tan sólo, que estamos ante una gran estafa protagonizada desde cuatro líneas de responsabilidad: Los gestores de Bankia, falseando datos; el Banco de España, consintiendo y aceptando la impostura; la auditora Deloitte, incumpliendo normas técnicas básicas; y la CNMV, permitiendo su salida a Bolsa. Una estafa que, en opinión de uno de los peritos cifra en 3.092 millones el “perjuicio directo causado a los inversores”. Incluso va más lejos y dice que el daño total “no es cuantificable”, pero pudo ser significativo.

Sí, pongan ustedes los apelativos que deseen, está en su derecho. Yo me contengo por respeto a los lectores, máxime después de escuchar las evasivas y excusas de los responsables de semejante desaguisado.

Son absolutamente indecentes. Es el único comentario que merecen una palabras carentes del mínimo respeto y ofensivas para las víctimas de sus fechorías. Eso se llama apología del terrorismo financiero.

El nudo gordiano de esta serie de problemas no reside en la cuantía de uno u otro fraude. La solución tampoco pasa porque fulano o mengano se alojen en alguna cárcel española.

No. El quid reside en la facilidad que han tenido estos presuntos (sic) delincuentes para quebrantar las normas más elementales, para prevaricar y sobornar mientras lanzaban mensajes de austeridad, después de llenar sus bolsillos con dinero público, y consentían la ejecución de órdenes de desahucio, en tanto los gobiernos de turno, bien sea el de la rosa o de la gaviota, miraban para otro lado.

¿Qué autoridad moral tiene el inquilino de La Moncloa o su aspirante para hablar de regeneración política cuando dan la callada por respuesta ante semejantes tropelías?

El neoliberalismo financiero nos condena a vivir una pesadilla sin fin que, por otro lado, está sembrada de minas siniestras para la ciudadanía, pero quienes tienen el poder para de impedir semejantes desmanes (partidos políticos, sindicatos y patronal) se refugian en el silencio.

Para regenerar la política y evitar este terrorismo financiero no basta utilizar la Ley según convenga, también se precisa de la razón que, a su vez, exige poner en valor la buena aptitud profesional y la mejor actitud moral.