LA primera vez que lo vi en persona tendría yo unos dieciséis años. Era un verano de principios de los años ochenta del pasado siglo y viajaba junto a mis padres y mi hermana en un incombustible Renault 12-S que, con sus poco más de 60 CV, tiraba estoicamente de una pequeña caravana a través de las carreteras españolas en busca del anhelado sol y las playas de la costa mediterránea.
Nos detuvimos en un área de servicio, ya en Cataluña, y tras el gratificante refrigerio, a la hora de regresar al R-12 en el aparcamiento, coincidimos con una pareja de jóvenes alemanes que se dirigían a su Porsche 911 de color negro. Se montaron en las plazas delanteras -las traseras iban cubiertas hasta el techo por el equipaje-, pusieron en marcha el motor y aquel pequeño y enigmático vehículo se alejó mientras su conductor estiraba la segunda marcha y el seis cilindros opuestos refrigerado por aire y colgado del eje trasero emitía un sonido acompasado y metálico, que a mí me recordó al petardeo de las venerables motocicletas Bultaco Frontera de dos tiempos y 370 cc. Nunca he olvidado esa primera vez, e incluso ahora, cuando lo recuerdo, sigo añorando tanto aquella época como el deseo de poseer un vehículo tan apasionante como aquel 911.
Así que, como se pueden imaginar, cuando hace unos años llegó a la redacción de este periódico la invitación para probar una nueva generación del Porsche 911 -hoy ya van por la séptima y más de 820.000 unidades vendidas de este automóvil-, no pude sino decir que sí y comenzar a contar los días hasta que tuviera lugar el ansiado encuentro. La prueba era de lo más estimulante: llegar al aeropuerto de Barcelona, coger la llave de un 911 Carrera4 de 300 CV -ahora la potencia ha crecido todavía bastante más con los años, hasta los 530 CV- y con dos periodistas por coche dirigirnos hasta Andorra La Vella, en el principado del mismo nombre. En un precioso y lujoso hotel recibiríamos todas las explicaciones sobre aquella nueva generación y, al día siguiente, regresaríamos por carretera conduciendo de nuevo el 911 hasta el punto de partida y de ahí a casa en vuelo.
MI PRIMER 911 Cuando a un servidor y a su compañero de viaje les dieron las llaves del 911 parecían dos histéricas adolescentes a las que hubiera besado y concedido un autógrafo el cantante quinceañero de más éxito del momento. Con la respiración contenida, los ojos bien abiertos y el alma en un puño, conseguimos localizar nuestro 911 en el aparcamiento.
Mi compañero de viaje era un joven periodista gallego de apenas 26 años, callado y un tanto kamikaze -de hecho competía en un campeonato gallego de rallyes y hasta limó una de las llantas del 911 contra el bordillo mientras cruzaba poseído un túnel en Andorra, ya en plena noche-. Ante mi mayor veteranía y edad, quiso que fuera yo quien se pusiera al volante del Porsche para iniciar el viaje de ida. Abandonamos Barcelona y tomamos la ruta en dirección a Andorra, un país que había visitado y recorrido al menos en cinco ocasiones anteriormente.
Ya en marcha, las sensaciones fueron las que cabía esperar de un Porsche 911. Lo suficientemente cómodo para usar a diario, incluso en ciudad y pleno atasco, la potencia, prestaciones, velocidad de paso por curva y hasta el vértigo que producía acercarse al límite de agarre de sus neumáticos y estabilidad nos recordaban que estábamos, como ocurre hoy en día, ante uno de los deportivos más eficaces, impresionantes y estimulantes del mercado. Nunca antes un servidor, ni tampoco después, había conseguido volar a ras de suelo como aquel día, con velocidades brutales, frenadas salvajes, aceleraciones que cortaban la respiración cuando el seis cilindros pasaba de las 4.500 vueltas y sesiones de curvas enlazadas que con otro vehículo hubieran sido un auténtico suicidio y con éste parecían un juego de niños.
Cuando al llegar al hotel saludé al entonces máximo responsable del Departamento de Relaciones Públicas de Porsche en España le dije dos cosas: "Gracias por haberme invitado a probar este coche" y "me has jodido, porque este automóvil es muchísimo mejor como deportivo que yo como conductor, ha sido un auténtico mazazo para mi autoestima".
No les voy a negar que a día de hoy el 911, aunque sé que nunca poseeré uno ni ello tampoco me traumatiza, es el coche de mi vida. Es capaz de aunar tradición e innovación, inspiración y entusiasmo, deportividad y facilidad de uso -en sus inicios se consideraba uno de los coches más delicados al límite-, exclusividad y popularidad, diseño y funcionalidad, pasión y amor, deseo y admiración. Por todo ello y por todo lo que les podrían contar sus miles de afortunados poseedores durante estos 50 años, el 911 ha descrito ya una trayectoria que se resume en medio siglo de felicidad. Gracias, Ferry Porsche, por este regalo impagable.