Si la figura literaria de Don Quijote de La Mancha, héroe cervantino, acude a la mente cabalgando sobre el Rocinante de los ideales, confundiendo el caballero en su cruzada molinos con gigantes, epítome imbatible de hidalguía, lo que quiso, pretendió y deseo ser la España culta; la de Gerardo Díaz Ferrán, expresidente de la patronal, encarcelado por alzamiento de bienes, oposita a la herencia que ilustra otro relato, el que representa la España que es, la cruda, la que sostienen las siluetas de los buscavidas, pícaros, truhanes y demás ralea, herederos todos -la lista produce sonrojo por su extensión- de las historias noveladas que describieron el arte y oficio del Lazarillo de Tórmes o El Buscón. Ocurre que el peso de lo terrenal tumba el esqueleto de los anhelos. La picaresca se impone a la novela de caballerías. La prosa a la poesía. El honor nunca cotizó en bolsa, tampoco en la literatura. En el fondo, Díaz Ferrán no deja de ser otro más, salvo por su ascenso al ático del empresariado, del que fue el gran patrón, el hombre que acuñó el lema: "Los trabajadores tienen que trabajar más y cobrar menos". Fue su leyenda desde la presidencia de la CEOE, que lideró entre 2007 y 2010. En su primera noche en prisión en la cárcel de Soto del Real, remitido el ataque de ansiedad que padeció en su ingreso en la celda y antes de sentarse junto a otros presos para combatir una partida de parchís, a Díaz Ferrán le recibieron con vítores: "ladrón" y "chorizo".
La biografía de Gerardo Díaz Ferrán (Madrid, 27 de diciembre de 1942) continúa con la estirpe de los empresarios tramposos, tipos sin escrúpulos y ninguna vergüenza que dedicaron su obra a llenarse los bolsillos vaciando el de los demás, dejando de pagar, al calor de las mentiras y de actuaciones, presuntamente, delictivas, que le han llevado a dormir en la cárcel, imputado dentro de la Operación Crucero por el juez del Audiencia Nacional Eloy Velasco, que le ha impuesto una fianza de 30 millones de euros, una cantidad ejemplarizante únicamente superada por la que debe hacer frente su socio preferente en el fangal, Ángel de Cabo, su testaferro y el liquidador que decidió serlo después de descubrir a Richard Gere en Pretty Woman. Al contrario que la mayoría no se enamoró de la chica, de Julia Roberts. Prefirió ser seducido por el empleo de un tipo que en el filme se dedicaba a hacer negocio desguazando empresas, sacando dinero entre la herrumbre. Ese es el nexo de unión con Gerardo Díaz Ferrán, en el que confluyen punto por punto la casta de los peores y más miserables hombres de negocios. Último epítome de ese linaje que tanto ha prosperado en un país que situó en el altar a Mario Conde o Ruiz Mateos. Díaz Ferrán podría optar a ese podio.
Descomunal deuda La acumulación de deudas del empresario, cifradas en 400 millones de euros en un primer cálculo, no impidió al antiguo jefe de la patronal y propietario de Viajes Marsans, que entró en concurso de acreedores en julio de 2010, liquidar Air Comet dejando a los pasajeros en tierra después de haber cobrado los billetes y no abonar las nóminas a la plantilla. Mientras eso sucedía y se dedicaba a la ocultación de su patrimonio vendiéndoselo a las sociedades creadas por Ángel de Cabo, Díaz Ferrán bebía champán en su flamante Rolls Royce Phantom, un coche valorado en 500.000 euros. También disfrutaba de las comodidades de dos apartamentos situados en el edificio plaza de Nueva York, tasados en 10 millones de euros, amén de su suntuosa vivienda en Madrid y de otra finca en la que organizaba cacerías para la jet set. Nada era suficiente para alguien que se habituó al oropel y el lujo en estéreo: en el registro de su casa la Policía encontró 150.000 euros en metálico y un kilo de oro a pesar de los 10.000 acreedores que le perseguían y que le reclamaban el pago de las facturas. Entre ellos, probablemente los más destacados, -Meliá Hoteles, AC Hoteles, Pullmantur y Orizonia-, a los que el Grupo Marsans debe más de 40 millones de euros en pagarés, y que fueron los que interpusieron una denuncia en los juzgados contra Gerardo Díaz Ferrán y su socio en el Grupo Marsans, Gonzalo Pascual, fallecido el pasado mes de junio. Los querellantes, algunas de las principales marcas del turismo español, mantenían que el empresario madrileño había "realizado diversas maquinaciones para ocultar a sus acreedores los principales bienes que componían su patrimonio personal en una estrategia cuidadosamente planeada y ejecutada para sustraer jurídicamente tales bienes a sus acreedores".
Díaz Ferrán se declaró insolvente para eludir cualquier pago. De alguna manera, él mismo era un concurso de acreedores a dos piernas que era capaz de engañar a la Agencia Tributaria porque, supuestamente, sus ingresos apenas alcanzaban los 700 euros brutos. Frente a esos números la declaración de la renta le salía a devolver porque se decía arruinado, a pesar de disponer un gran patrimonio, que salvó vendiéndoselo a su compinche, que después le hacía pagos de 100.000 euros al mes. Acurrucado en la burbuja del engaño, Díaz Ferrán no escuchaba las reclamaciones de sus perseguidores. Tenía otro tipo de prioridades. Asuntos más perentorios de los que ocuparse con dedicación y mimo. Don Gerardo prefería escuchar ópera. No estaba dispuesto a renunciar a su modus vivendi a cambio de ser honrado. Frente a las peticiones de sus acreedores, el que fuera gran patrón, sintonizaba con la sinfonía del motor de su yate, tasado en cinco millones de euros, y que frecuentaba el puerto de Barcelona, al que bautizó con el nombre de su mujer: Leuqar, (Raquel) deletreado al revés.
Un mundo de mentira A Díaz Ferrán le entusiasmaba dar la vuelta a la realidad, esconderla y cambiarla. Así trató de vender la embarcación, poniéndole otro nombre para esquivar el marcaje de la justicia, que le encimaba tras la querella interpuesta por sus acreedores. Gerardo borró el nombre de su mujer y nombró al yate Gihramar. Demasiado burdo. El juez, atento a la estratagema del empresario, impidió su venta a una sociedad que manejaba su testaferro, Ángel de Cabo, el pasado verano, en Islas Vírgenes. Decidido a huir hacia delante, a dibujar un escenario de fábula donde solo había un agujero negro, Díaz Ferrán se colgó de la chepa de sus viejos amigos, a los que pidió crédito en comidas en el restaurante El Tártaro de Madrid con la promesa de que estos recuperarían el dinero prestado. Los que le dieron crédito nunca más supieron de él, porque agobiado ante tanto requerimiento, cambió de numero de teléfono para no tener que rendir cuentas. Poca cosa para un hombre capaz de tejer junto a sus colaboradores un tupida red de más de 60 empresas fantasmas con la intención de ocultar el dinero de Viajes Marsans, el que fuera su buque insignia y del que saqueó la caja de caudales después de haber dejado a cientos de empleados sin trabajo.
La tarea de Gerardo Díaz Ferrán, su epopeya, tenía que ver con jugar al escondite con bolsas de dinero, desviar el dinero sin ser detectado y que esas cantidades llegaran a las cuentas que manejaban las sociedades pantalla creadas para operar en paraísos fiscales y dar salida a la liquidación de sus empresas. En julio de 2012, después de que la Audiencia Nacional evitara la venta del yate que cambió de nombre, se hizo pública una investigación sobre un supuesto desvío de 4,9 millones de euros a Suiza de una empresa de viajes irlandesa, que recogía el flujo que dejaba Viajes Marsans, que siempre estuvo bajo el control de Díaz Ferrán. Se le acusó entonces de intento de blanqueo de dinero y de tratar de escapar al embargo económico que padece por 417 millones. Finalmente, el alzamiento de bienes y la ocultación del patrimonio se convirtió en el único empeño del que fuera empresario, patrón de patrones, el pícaro don Gerardo.