para Hacienda, el que posee patrimonio muestra una capacidad económica que no la tiene quien carece de él. Esta capacidad es adicional a la que proporciona la renta y genera una satisfacción no monetaria que puede ser medida en términos de utilidad.
Se admite que las rentas que se obtienen de manera ociosa deben ser más gravadas que las derivadas del esfuerzo personal - este pensamiento subyace, por ejemplo, en la deducción por rentas del trabajo en el IRPF- y una forma de hacerlo es la imposición sobre el capital. También es una capacidad eventual, por ello la esperanzada reforma fiscal del ejercicio 1977 introdujo de manera provisional el Impuesto Extraordinario del Patrimonio. Se trataba de una exacción excepcional para hacer frente a una coyuntura económica extraordinaria - la provisionalidad duró catorce años - que igualmente establecieron los territorios forales. Finalmente, como saben, en 2008 el Impuesto fue suprimido por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero porque, dijeron, había quedado obsoleto, gravaba el ahorro de las familias de rentas medias, sus tipos eran los más altos del mundo, adolecía de falta de equidad horizontal y vertical y había que converger con el resto de los países europeos en esta materia, donde sólo dos de los veintisiete miembros de la Unión Europea lo exigían a sus ciudadanos. Lo cierto es que se suprimió tras haberse cedido a las Comunidades Autónomas de régimen común a las que, desde entonces, el Ministerio debe compensar anualmente por la merma recaudatoria. En el mismo año, Navarra, Álava y Bizkaia suprimieron el tributo y Gipuzkoa lo hizo en 2009. Sin recibir ninguna compensación estatal.
Esta semana España ha recuperado el Impuesto por motivos electorales y sus promotores han tenido que dar la vuelta a los argumentos que esgrimieron para su supresión, lo que no es difícil porque la fiscalidad razona en todas las direcciones.
En virtud de nuestro sistema de Convenio/Concierto, el Impuesto sobre el Patrimonio será exigible en los territorios forales si así lo deciden sus órganos legislativos: Juntas Generales o Parlamento de Navarra. Habrá un debate político en el que, a favor, además de los aireados argumentos técnicos que casi nadie entiende, como su perfil censal y de control de las variaciones patrimoniales -a gravar en el IRPF- su neutralidad macroeconómica o la progresividad complementaria sobre el capital, se esgrimirán otros de naturaleza ideológica y mayor efecto -"que paguen los ricos"- al tiempo que, con las arcas vacías, será difícil renunciar al pellizquito de recaudación. En contra, el legislador foral teme la deslocalización interesada que achica la cuota del IRPF. Un temor que ya se asoma en las manifestaciones de los responsables del ramo - "después que los vecinos, nunca la víspera", "cuando lo implanten todas las comunidades"?- y que, sin quererlo, revela la debilidad de nuestro modelo de Convenio/Concierto.
Si bien es cierto que la mayoría de la gente no se traslada a vivir a otro territorio por razones fiscales, no es difícil fijar un domicilio de conveniencia porque el endeble concepto de domicilio fiscal queda muy a merced del ciudadano avisado capaz incluso de saltar las fronteras estatales. Por ejemplo, pese al repentino altruismo de los ricos franceses, el famoso Impuesto de solidaridad sobre la fortuna provocaba en Francia la huida del país de cerca de un millar de contribuyentes al año. La causa de este comportamiento no está solo en la cuota a pagar -el impuesto no es caro-, sino también en el rechazo a declarar lo que se posee. Por pudor comprensible y, quizá, por miedo a que se investigue su origen. Una vez metido en harina, el legislador foral debería revisar las exenciones (el mínimo exento, la vivienda habitual, los bienes necesarios para las actividades empresariales o profesionales, la participación en entidades?), la titularidad, la base imponible - en particular las valoraciones - el previsible límite de cuota conjunto con el IRPF -que sirvió de freno al argumento confiscatorio y se aprovechó como espléndida válvula de escape- y los tipos.
No se olvide que estamos hablando de pagar por la capacidad económica adicional que supone la posesión de un patrimonio. Es decir por unos rendimientos no monetarios sino virtuales, de naturaleza sicológica, que complementan los efectivamente integrados en la base del IRPF.
Y a la administración tributaria no le bastará con desempolvar la antigua máquina de gestión, que nunca funcionó, sino que debe procurar su renovación.