Vivimos tiempos convulsos, inciertos y peligrosos. El Gobierno español, embarcado en la nave europea, se ha visto obligado a reformas de todo tipo y magnitud, pero sin poder acceder a las mismas con esa libertad propia de quien puede diagnosticar la situación propia y recetar la solución más adecuada para cada uno de los problemas, sea financiero, económico, empresarial o social. Frente a las líneas maestras que se diseñan en Bruselas para reconducir el déficit público, nada se puede hacer desde Madrid para reducir el desempleo, principal efecto de la crisis y la mayor preocupación de los ciudadanos.

Dicho en otras palabras, si Alemania o Francia temen los efectos negativos de la inflación, ahora que están saliendo de la crisis, carece de importancia que otros países periféricos sigan empobreciéndose, mientras sus dirigentes siguen hablando de nuevas reformas socio-laborales que, se mire por donde se mire, darán más libertad de acción a las empresas. La última de estas anunciadas reformas es la referente a la negociación colectiva de los convenios. La pretensión patronal tiende a reducir el alcance de los mismos a la realidad de cada empresa que podrá descolgarse del ámbito sectorial en función de su situación económica. No es momento ahora de entrar a valorar las ventajas o perjuicios que esta reforma conlleva, aunque no me resisto a preguntar en qué medida puede afectar (frenar o acelerar) planteamientos como el que hemos conocido esta semana de la mano de Telefónica. Un caso verdaderamente paradigmático de la política económica que desarrollan los dos partidos que se alternan como inquilinos de La Moncloa. Recordemos, para empezar, que la citada compañía quedó definitivamente privatizada a partir del 20 de enero de 1997 con la venta de las acciones que tenía el Gobierno español, lo que permitió un ingreso en torno a 650.000 millones de pesetas (unos 4.200 millones de euros). Ahora, sin posibilidad alguna de control gubernamental, la compañía que preside Alierta anuncia grandes beneficios, importantes bonos millonarios a sus directivos, mayor retribución de dividendos y una reducción del 20 por ciento del empleo en España.

Poco se puede hacer contra este ejercicio inmoral, salvo poner cara de tontos, máxime tras saber que la compañía negociará con los sindicatos siguiendo las pautas de anteriores ajustes. Es decir, bajas incentivadas, prejubilaciones y externalización de funciones que, en términos reales significa un aumento del gasto público. Ergo?, toca pagar a escote con dinero público un plan empresarial para socializar las unidades productivas (puestos de trabajo) deficitarias y seguir privatizando el aumento de los beneficios. Crudo y cruel proyecto que terminará por hacerse realidad con la aquiescencia de los sindicatos en la medida que la mayoría de los 5.600 trabajadores afectados cesarán en sus funciones laborales con unas condiciones económicas inmejorables.

Mientras tanto, reformas como la de las pensiones empobrecen a la sociedad y otras, como la laboral sigue siendo ineficaz por una razón tan sencilla como palmaria: no es posible obtener beneficios sociales (creación de empleo) mientras no se reforme el propio modelo económico que ha provocado la crisis. En este sentido?, ¿qué ha cambiado desde que estallara la crisis financiera?

Nada o poco, como las ayudas públicas al sistema financiero. La economía española sigue con una escasa presencia de la industria en el PIB y carece de la productividad y tecnología adecuadas para competir en el mercado internacional. Está, por otra parte, muy afectada por el turismo (el gran caldo de cultivo de empleos precarios), mientras el mercado inmobiliario está atascado e hipotecado en manos de bancos y cajas, que ahogan la capacidad de consumo de las familias más necesitadas.

En estas condiciones, cualquier reforma que se quiera hacer se convierte en papel mojado y, en todo caso, afecta negativamente las condiciones salariales y laborales de los cada día menos trabajadores. El debate en el que deberían estar los sindicatos no es la conveniencia o no de unas reformas, sino en su eficacia en el corto plazo. Porque es el corto plazo el que preocupa al 25 por ciento de los jóvenes vascos, medido en clave de empleo y poder adquisitivo. Sin olvidar a las miles de familias con hijos en edad escolar que han perdido su trabajo o a los miles de pensionistas y viudas de pensionistas que han de hacer todo un ejercicio de ingeniería doméstica para llegar a fin de mes sin pasar hambre en los últimos días.

Alguien podrá decir que esas líneas son un alarde de demagogia. No voy a discutir esta posibilidad. Porque habrá que seguir denunciado esta situación mientras corramos el riesgo real de perder a la generación mejor preparada de la historia, al tiempo que compañías como Telefónica no tienen pudor en anunciar que se incrementarán los beneficios gracias a mayores despidos en medio de la pasividad sindical y la inacción de los Gobiernos (sea La Moncloa o Ajuria Enea) demasiado preocupados por salvar los muebles en las inminentes elecciones municipales, que no sólo desoyen las propuestas de la oposición, sino que se permiten el lujo de rechazarlas y calificarlas como "absoluta deslealtad institucional". Una postura, no ya paradójica porque el Gobierno de Patxi López carece de ideas, sino que es una grotesca burla a la responsabilidad que implica la gobernanza democrática.