Si hubo alguinen en Vitoria que sabía de café ése era, sin duda, Juan Carlos Ibarrondo (Vitoria, 1931). Hijo del fundador de Cafés La Brasileña, probablemente una de las marcas más reconocidas en toda la cornisa cantábrica, siempre absorbió de su padre la perspectiva y el arrojo empresarial necesarios para lanzarse a emprender aún en las circunstancias menos favorables. Tal vez ese carácter visionario de su progenitor, marino mercante de profesión, influyera en la personalidad del joven Juan Carlos, que con el tiempo asumiría la responsabilidad de aquél viejo tostador de café que su padre puso en marcha en 1928 con 15.000 pesetas de la época. Ibarrondo junior estuvo al frente del negocio familiar durante más de seis décadas, modernizando su estructura y convirtiéndolo en lo que es hoy, una de las marcas cafeteras de referencia en el sector, con una estructura de ocho tiendas propias en Vitoria, marcas comercializadas como La Tostadora, Dromedario y Pozo, y una producción diaria de 12.000 kilos de café tostado. Suficientes para elaborar, al menos, 250.000 tazas de café solo. "Creo que filtrado o de puchero es como se obtiene lo más noble del fruto", acostumbraba a decir entre sus amigos y familiares.
El polifacético y entusiasta Ibarrondo, innovador y siempre solidario, el que se bebió la vida a sorbos, falleció el pasado 2 de abril después de una larga enfermedad. Su desaparición deja un poco más huérfana si cabe a la familia empresarial alavesa. Porque Ibarrondo, que era de los "de la vieja escuela", recuerda hoy uno de sus hijos, tuvo siempre presente la necesidad de instaurar un orden en cada uno de sus negocios trufado de cierto cariz familiar. Sólo así, entendía, los empleados podrían rendir a gusto. Ese trato cercano y cordial con cada uno de ellos le permitió consolidar con el tiempo un grupo empresarial de referencia en el sector de café que llegó a contar, incluso, con una escuela de café con un apartado específico para la formación de baristas. Así era el día a día de este alavés. Siempre innovador, activo, hogareño...
El primer local de La Brasileña, abierto en 1930, se ubicaría en el número 2 de la calle Independencia. Después vendrían nuevas tiendas y tostaderos en los que Ibarrondo inició su incursión en el negocio vendiendo frutos secos. Fue a comienzos de los 50 cuando su padre entendió que estaba listo. Ahí comenzó la que después calificaría como mayor aventura empresarial de su vida. Para profundizar en el sector y conocer todos sus entresijos, Ibarrondo comenzó a viajar por los grandes campos de cultivo del café de Brasil, Costa Rica, Guatemala, México, Colombia... Una experiencia "extraordinaria" para un joven inquieto que ya entonces estudiaba Comercio y Marketing por
el día y devoraba sonidos de jazz por las noches. Su carácter extremadamente social pronto le permitió contar con leales amigos con los que organizaba tertutilas caseras e infinidad de actividades. Entre las más recordadas, la del Cine Club Vitoria (1952-1956) , exhibiendo películas de Vittorio de Sicca o Fellini que luego comentaban. El campo y la naturaleza fue otra de sus grandes pasiones, colaborando en los 40 a fundar el Club Alpino Alavés, con el que se desplazaba en invierno hasta los Pirineos para esquiar y en verano, para practicar senderismo. Su afición por la nieve, al igual que la natación, las mantuvo presentes hasta no hace mucho. En las pistas de Opacua, sin ir más lejos, practicaba el presidente de La Brasileña esquí de fondo. Así de pragmático era él. Sin embargo, no fue el esquí su única aportación al deporte. Ibarrondo descubriría con el tiempo un noviazgo fulgurante con el ciclismo que le llevó a patrocinar durante dos decadas el equipo amateur Cafés La Brasileña-Manik, por el que pasaron ciclistas históricos como el vitoriano Juan Fernández
Su etapa política Una vitalidad tan exagerada también le permitió flirtear con la política. Eso ocurrió en 1977, de la mano de Txus Viana, que le convencería para formar parte de la UCD de Adolfo Suárez. La aventura, en cambio, duró poco porque una amenaza de muerte le hizo desistir tres años después. "Yo quería que mis hijos fueran testigos de que me mojaba ante la opinión píblica y además tenía la esperanza de que desde la política la violencia desaparecería. ¡Inocente de mí!", recordaría años después. De profundas convicciones humanísticas, Ibarrondo falleció el 2 de abril, día de San Ambrosio, tras una larga enfermedad. A pesar de ello, su despedida fue todo un ejemplo de serenidad y entereza ante lo inevitable para su mujer, María Isabel Bajo, y sus siete hijos. De todos ellos se despidió, recuerdan hoy, con una sonrisa en la cara.