Al nuevo galáctico de la gastronomía alavesa ni se le ha subido la estrella a la cabeza ni a estas alturas de la película tiene pinta de que le vaya a ocurrir algo parecido. Más bien puede que todo lo contrario. Que esa invitación a endulzar el ego que supone un reconocimiento mundial de este calibre no haga sino reconvertirle en una persona todavía más discreta, sencilla y, sobre todo, tan alérgica a los focos públicos. A José Ramón Berriozábal, copropietario del restaurante Ikea, el éxito mediático le ha llegado a los 59 años. "En plena juventud", bromea. La prestigiosa Biblia Michelin galardonó el pasado jueves a su local con su primera estrella, una suerte de Oscar gastronómico que llegó absolutamente por sorpresa y que reconoce no sólo el trabajo de su equipo sino que refuerza a Vitoria en el selecto mapa culinario de la marca francesa junto al Zaldiaran, que continúa manteniendo con brillo la estrella que recibió hace ya siete años.
De este local y de otros cientos de colegas de todo el país, de amigos y de clientes continúa recibiendo todavía hoy infinidad de felicitaciones y también alguna que otra crítica que encaja con total naturalidad. No en vano, después de 30 años aguantando cada día la presión y exigencia de sus clientes -un estrés que más de una vez ha calificado como "infernal"-, ser capaz de gestionar ahora este tsunami mediático sin perder la cabeza no es algo que le preocupe mucho. "Seguiremos trabajando igual, con la misma ilusión y profesionalidad de siempre", advierte desde uno de los privados del local que fundó en 1977 junto a su cuñado, Fidel Ramos, y las esposas de ambos, Blanca y Mariangeles. Iniciaron la aventura, primero, en un local de la calle Paraguay y doce años después se produjo el punto de inflexión con el traslado a la calle Castilla, al viejo caserón que en breve lucirá la afamada estrella. Por el camino han quedado crisis, éxitos, fracasos, reconocimientos y anécdotas como la que les enfrentó a la multinacional del mueble IKEA a cuenta del registro de la marca y que obligó al lehendakari José Antonio Ardanza, "amigo de la casa", a mediar con la firma sueca.
El caso de este cuarteto de socios es especial. Es uno de esos milagrosos ejemplos de empresa familiar que no sólo ha logrado triunfar sino que ha mantenido intacto el núcleo familiar en un negocio extraordinariamente estresante. La estrella, por tanto, "también es suya", reconoce Berriozábal, que guarda un trocito de este tesoro de cinco puntas para su Elorrio natal, donde vive su ama, María, verdadera fuente de inspiración de sus recetas. De su mano, poco después de abandonar con 16 años su carrera de fraile con los Carmelitas, aprendió la verdadera esencia de la cocina vasca, la del amor por el producto fresco y la coción pausada. Después puliría su estilo junto a maestros como Bernard Cousseau, del Relais de la Poste, con quien aprendió la técnica del foie; en el Ibarbour de Guetary (Francia) descubrió técnicas sofisticadas para la elaboración de salsas y vinagretas; o con Jöel Robuchon, en su día considerado el mejor cocinero del mundo, aprendió en París la técnica de la cocción corta y los marinados. Todo este maridaje confeccionó un chef de visión universal y pies de barro que en 1992 representó a España en un festival en Tokio -de allí importó el tratamiento del sushi- y en 2000 fue nombrado Restaurador del Año por parte de la Academia Vasca de la Gastronomía.
¿Y a partir de ahora, qué? Dicen quienes le conocen que JR seguirá trabajando y divirtiéndose, tratando de sorprender cada día a sus clientes y amigos, y discutiendo sobre cocina con la crítica. Y dicen también que aprovechará mejor su ocio para disfrutar con la familia, el mus y el golf. Sus dos hijos hace tiempo que desertaron del restaurante, poniendo fin a la saga gastronómica. Tal vez a alguno de sus nietos (Ramón, Xabier o Lucas) le dé algún día por seguir los pasos de aitite. Sería señal de que Ikea brilla. Como la estrella recién lograda.