s esta la historia de tres generaciones: la de uno que se fue con una historia por contar, la de un hijo que despide al padre y le descubre a la vez y la del nieto que se ha enganchado a la saga por vocación y querencia. La última semana de vida de José Antonio Manzanos le acercó del todo a su hijo Vicente. Desde la cama del hospital pudo transmitirle lo que antes no hizo por tiempo, desgana o circunstancias adyacentes que hubiere habido; vicisitudes de la vida. Las largas y profundas conversaciones que ese tiempo de vida les regaló, como pequeños sorbos para saborearla hasta el final, sacaron a flote lo que las prisas y las urgencias privaron antes. Vicente aprendió a comprender y entender lo que los muchos presentes en la vida de su padre convirtieron luego en historia. "Todo lo que sacamos a flote durante aquella semana", confiesa Vicente, "resultó una magnífica terapia de despedida". Reflexiones donde ambos llegaron a conocerse mejor y un trampolín desde el que lanzarse a contarnos en el futuro una bonita historia. A través de Vicente conoceremos la figura de un pelotari hecho a sí mismo que hizo las Américas y regresó para formar una familia. El amor, la gratitud y la curiosidad son el vehículo a través del cual recorreremos esta página y, más adelante, nacerá "una historia más del Jai Alai", a modo de biografía, la historia de una época pasada, de ida y vuelta, dos mundos y unos tiempos difíciles, "la vida de un niño que jugaba contra su propia sombra". Pero esa será su historia. Cosas, asunto, para Vicente Manzanos González. Una herencia que recogerá Galder Manzanos Pérez, el otro eslabón, y quizá Telmo, todavía en forja.

Vicente, natural de Portugalete, nacido en el 81, empezó a jugar a cesta a los 37 años. Muy tarde. Era 2018 cuando entró en los cursos municipales de cesta punta. Puso huevo el gusanito y llamó al club; "que te vas a hacer daño", le dijo Esteban Ibarra. Ni por esas. Quería jugar y hacerlo en serio, en un club. "Quería probar lo que hizo el padre", dice, "en cuanto me puse la cesta empezaron las sensaciones, iba a seguir sí o sí".

Un año antes se había ido José Antonio, muy joven aún; el bicho no le dejó vivir unos cuantos años más cerca de los nietos. José Antonio fue pelotari, nada más. "Cuando me preguntaban en el cole por la profesión del padre", estudió en Portugalete, "yo les decía: pelotari. Es lo que hizo". Fue jugador de cesta punta. Cuando lo dejó "se dedicó a criarnos y querer mucho a la ama". Así se resumía todo hasta que Vicente comenzó a indagar. Les cuento lo que él me ha contado a mí. José Antonio nació en Labastida, donde se pasaba el día jugando a pelota, mano, pala... lo que fuere. "La abuela Emilia me contó que lo de su hijo con la pelota era pura obsesión", descubre Vicente. Cierto día, Miguel Piedra, de Durango, coincide en Labastida con don Antonio, el padre -José Antonio tenía 12 años por entonces-, con quien tenía relación y cierta amistad, "y le propuso llevarse al hijo a Durango, a vivir con ellos". Dicho y hecho. A partir de ahí, José Antonio viviría une experiencia única. Sería un aprendiz de pelotari. Su vida era la cesta, el frontón y la cancha. Entró en la escuela de cesta de Durango, donde ya estaba -era más joven- otro José Antonio, de apellido Illoro, Txikito de Bolibar, con quien coincidirá después en América. Entre aquellos chavales, casualidades de la vida, había un tal Zarandona, padre del actual presidente del Gasteiz Jai Alai Jon Zarandona.

Tras el aprendizaje llegaría lo serio. Con 16 años se traslada a Barcelona. Coincide con el maestro Egurbide, a quien el público echaba monedas tras cada tanto en la cancha. "Mi padre era quien las recogía del suelo", cuenta Vicente, "de la admiración que sentía por su compañero, el mejor de siempre según mi padre". Hicieron buenas migas y Egurbide llegaría a ser su intendente en Miami. Con la mayoría de edad apareció por Tampa. Ya era Álava, como se le reconocería a partir de entonces. En España compaginó ese nombre de guerra con el de "Rioja". Compartió escenario con el gran "Lechuga" Elorrio, con Txikito... con los mejores. Estuvo y se quedó once años, hasta rondar los 30. Esa decena de años larga le daría derecho a una jubilación que nunca cobró, "pero que pudimos recuperar para mi madre, Carmen", a quien conoció en Labastida mientras iba y venía de un lado al otro del mundo. José Antonio no supo que tenía ese derecho. Un pelotari que estuvo en Tampa, Kapela, pelotari de Durango, "nos ayudó para que mi madre pudiera cobrar un dinero del que nunca disfrutó mi padre". Les salvó una tarjeta de la Seguridad Social americana que entre Kapela y Eusebio, de Markina, supieron mover con éxito. De esos años, de esa vida "sabíamos muy poco y lo estamos averiguando ahora". Cuando volvió a casa es como "si lo hubiera dejado todo atrás, en el trastero con las viejas copas y trofeos".

Con la investigación y los contactos, con aquella experiencia de una semana junto a la cama del hospital donde se despidió el padre, Vicente "encontró su verdadera pasión" que ahora traslada también a la cancha. "Porque es parte de mi vida, que me hace feliz y me descubre tantas cosas", reconoce.

Es esta, una historia interminable, que se retroalimenta, circular o cíclica. Que empezó con el abuelo, que continuó el hijo y seguirá con Galder y quizá Telmo. Con seis y tres años, tienen ambos su cestita hecha a escala. Uno ya pisa el suelo del Olave dos veces por semana; "no veas el placer que siento cada vez que le acompaño al frontón; yo también quiero", dijo Galder cuando acompañaba al padre a los cursos municipales de pelota. Era un tapón que tuvo que esperar para entrar en la escuela. En la grada esperan el otro, Telmo, "que no para de mirar y relamerse" y Amaya, la mujer, "sin cuyo apoyo, ni jugar, ni investigar, ni nada podría hacer". "No creo que vaya a ponerme de blanco, nunca", afirma, "pero ya estoy en el club", con Urdangarín, con Puras..., con Íñigo y Aaron, que "de cuando en cuando se ponen a jugar con nosotros para seguir creciendo", agradece. Un día podréis incidir con la historia, "otra historia del Jai Alai" que Vicente irá desgranando en su libro. Conformaos con esta breve pero interminable historia con tres personajes que le dan continuidad. Una historia que uno descubre paseando por la vida y mezclándose con sus personajes.

Vicente Manzanos, natural de Portugalete, empezó a jugar a cesta a los 37 años cuando entró en los cursos municipales