- Entre carreteras añejas, caprichosas y reviradas, en veredas polvorientas guardadas por la mirada más vieja y sabia de los viñedos, entre paisajes de amores delicados de romances de película francesa, todo fueron prisas. No existe la delicadeza de la caricia en la París-Tours, donde los caminos son bellos para la pintura y la fotografía o tal vez para el pensamiento y la contemplación, pero son un incordio para los ciclistas, ahumados por el polvo y agitados por el suelo irregular que les hacen castañear los dientes. Corren a tientas, leyendo las carreteras por el tacto. El estrés se impone en lo rural, una anomalía que llega de las ciudad, de la competición, que no da lugar para la cháchara. El frenesí derrotó a la calma en una clásica pintada por vistas estupendas y pueblos pequeños que jalean el esfuerzo de los ciclistas que mastican los pedales y tragan polvo. No hay respiro en una carrera que venera la velocidad en el ocaso de la campaña. En ese hábitat, Arnaud Démare halló la paz entre caminos de tierra que le llevaron a la calma.

Hasta la puesta de sol se empeñó el francés para resolver la París-Tours en un esprint duro y agonístico, de aliento largo. Démare ganó en petit comité. El francés, extraordinario velocista que este curso no ha podido mostrar su mejor versión en carreras con jerarquía aunque su despensa rebosa triunfos periféricos, manejó el pleito de la velocidad con ansiedad frente a Bonnamour, Stuyven y Dewulf. Démare, inquieto, lanzó el esprint desde lejos. A ojos cerrados. Como unos dados en la mesa del azar. Necesitaba ganar. Le empujaba su instinto. Un esprinter sin remate no tiene sentido. Vencedor en el pasado de la Milán-San Remo y de la Milán-Turín, sumó la París-Tours a sus triunfos de 2021 en la Roue Tourangelle y la Boucles de la Mayenne, donde además se hizo con tres etapas, y a sus dos etapas en la Volta a la Comunitat Valenciana y a una en la Ruta de Occitania. “Ha sido un año difícil para mí”, estableció del francés. Ese deseo de borrar un curso oscuro alumbró el fogonazo de Démare, que se lanzó al esprint desde la lejanía. Probablemente no era la distancia ideal. Se precipitó, pero nadie de sus rivales pudo remontarle porque Démare es un especialista. El francés venció un debate con cierta intriga. Apretó los dientes y se mantuvo firme en medio del dolor. Eso le validó la victoria en la clásica francesa por delante de Bonnamour y Stuyven.

“La moneda tenía que salir cara sí o sí”, expuso el francés tras un balsámico triunfo en una carrera en la que había merodeado la gloria pero no la había alcanzado. La saboreó con el ácido láctico empapelándole el paladar después de más de 212 kilómetros de enredo y velocidad. La carrera superó los 46 kilómetros por hora de media. Una barbaridad.

Al ciclismo apenas les restan algunos granos del racimo de la temporada y cada sendero de la París-Tours era una exaltación de la supervivencia. Una carrera a latigazos. Entre chasquido y chasquido, se alegraban unos pocos, como Stan Dewulf, Frederik Frison y Franck Bonnamour, que hicieron palanca en el momento exacto, y sufrían la mayoría. Madouas, Jungels, Stuyven, Démare, Louvel y Adriá, que buscó su opción, se desgañitaron en una persecución polvorienta, un western entre viñedos. A Frison, que era feliz en el terceto que imaginaba Tours, mecido al lado del Loira, le derribó una avería mecánica. Tachado.

Seducidos por el imán de la gloria, Démare y Stuyven cortaron con el resto del grupo y se abalanzaron sobre Dewulf y Bonnamour, que para entonces no solo miraban al frente. Escuchaban el ímpetu de sus rastreadores. Instintivamente giraban la vista atrás, donde latían con fuerza Stuyven y Démare. “Le animaba. Le decía que teníamos que darlo todo para llegar a ellos”, apuntó el francés. Guardadas en el arcano reciente las sendas de grijo y tierra, se enconó el duelo entre los dos dúos. Fue un combate estrecho, de distancias cortas. Una decena de segundos en el callejero de Tours. A falta de 600 metros los cuatro se fusionaron. Discutirían por la victoria. Démare, el más rápido, bizqueó y vigiló. No dejó de clavar los ojos en sus rivales. Entonces le salió el instinto. No pudo reprimirse. Tenía que ganar. Se desencadenó con celeridad. Stuyven hombreó hasta que claudicó. También Bonnamour. Bamboleó el francés, que mantuvo la intensidad hasta que encontró la paz. Démare, de la tierra al cielo.