l silencioso y dulce Carlitos pasa desapercibido por elección. Que no le gusta aparecer, vamos, que ha elegido el segundo plano, la penumbra y la letra pequeña. No gusta de titulares ni de primera persona. Actor secundario, de los imprescindibles, que dan sentido a la historia y significado al escenario. “Me gusta el trabajo oscuro, el formativo”, repite a lo largo de la conversación, “estar rodeado de gente, pasar desapercibido”, alejado de los focos y centrado en lo suyo. Es una sombra, la hormiguita anónima cuyos frutos serán aprovechados a medio y largo plazo. Es la bomba. Un contrasentido. Un misil teledirigido de los que te pilla desprevenido, en pijama, sin parapeto, y te revienta. Parte del aparato. Un hombre de club.

García-Ariño tenía tres “Carlos” en el grupo estival en el que Carlos Tena Pidal aprendía a jugar al pádel de crío -“nuestro profesor de tenis sólo nos dejaba jugar al pádel en verano, como pasatiempo”- y no había manera de diferenciarlos y poner un poco de orden. “Como era pequeñito y flaco, pero correoso, para diferenciarlo de los otros dos empecé a llamarle la hormiga atómica. Pero vi por su cara que aquello no le gustaba y se quedó con lo de bomba. ¿Te gusta?, le pregunté, y puso buena cara y sonrió. Así fue la historia”. Y de esa manera le conocemos todos hoy. La bomba.

Nació en San Sebastián en febrero de 1989. De familia de tenistas, los Pidal, comenzó con la raqueta bajo la tutela de Antonio Gavín y Gonzalo Vega, “del que tanto aprendí”, profesores en la Peña. Ganó el título alavés, todos, hasta los 18. En el grupo de tenis, Juan Alegría, Alex Preciado y Jaime Verastegui, algo mayores, “se pasaron al pádel y me dejaron solo”. Desde los 15 compaginó ambas disciplinas y a los 18 se decantó por el pádel. “En el pádel trabajas con otro al lado, es más sencillo y menos exigente mentalmente”, reconoce. De chaval lo ganaba casi todo, en Álava y en Euskadi, formó parte del combinado vasco; “la pena”, cuenta, “es que no tuviéramos lo que tienen ahora los chavales”. Se refiere a estructura, base, organización, técnicos y planificación. Ha ganado el provincial absoluto -“varios títulos”- con García-Ariño y Garayo y es habitual en la selección absoluta de Euskadi. Es optimista con la evolución del pádel. “En nada”, nos dice, “se colocará tras el fútbol y el baloncesto”. Más licencias y chavales que irán alcanzando metas. Eso sí, “trabajando mucho y bien, y mejor acompañados por la Federación y los clubes”.

Las órbitas de los ojos se le abren cuando habla de Eneko Arija y Alex Garayo, “nuestra vanguardia”, dos chavales que “podrán llegar si siguen evolucionando y trabajando como hasta el momento”. Garayo “es un portento, talento puro” y Arija “la dedicación y el trabajo absolutos”. Por clase y ganas “podrían llegar donde se lo propusieran”.

Carlos Tena, la bomba de jugador, “una bomba de tío” según sé y conozco, es de otra generación. Cuando el pádel era más técnico, más reposado, con materiales menos sofisticados y deportistas peor alimentados -por ambición y esfuerzo, los de ahora son todos Robocop-, “yo estaba más cómodo”. Lo mamó de Richar, su mentor de la vieja escuela, el hombre de los valores y los fundamentos del deporte, de Íñigo Alegría, de Jon... El otro pádel. Pádel del siglo XX. El arte sobre la potencia y el físico. “Tenía tanta calidad”, dice Ariño, “jugaba a lo Matrix, con mucha mano, era calidad pura...”. Y es que correr es de cobardes.

La “bomba” no lleva espita, su onda expansiva camina lento pero te atrapa. Te pille donde te pille. Igual que su juego. Artisteo, derechita sutil, juego acompasado y alternativo, según la necesidad del momento. De ahí parte su estrategia. Te mira, callado, con media sonrisa. Habla lo justo y te muestra, te enseña los quehaceres, lo que hay que hacer. Lento, como una bomba de efectos retardados.