a página de hoy va de afición. Es la historia de un pelotari que profesa algo más que cariño hacia el juego de la pelota. Carlos Ibáñez Prieto es pelotari por dentro y deportista por fuera. Un hombre, cumplió 30 años el pasado domingo -nació el 16 de mayo del 91-, cuando le cojo para que me cuente cosas de regreso de Pamplona tras perder junto a Cecilio en el cruce ante el Oberena en Liga Vasca, que se desvive por la pelota, cuyos planes hace depender, casi en primer lugar, de su primera gran afición. Hasta los 14, como otros chavales de su edad, alternaba fútbol y pelota, “hasta que me rompí la tibia y el peroné jugando en el cole, en los Jesuitas”; adiós al fútbol y, a partir de entonces, sólo pelota.

La querencia, además del cariño hacia ciertas cosas o personas, es el instinto que nos devuelve al sitio donde nos hemos criado o crecido. Es arraigo, “o que soy un poco vasco, Ramón”, me dice mientras aprecio una vaga sonrisa detrás del teléfono. Carlos sintió ese arraigo de la mano del tío Dioni Prieto, de Navas del Pinar, del abuelo Mariano Ibáñez, de la Aldea del Pinar, entidades pertenecientes al municipio de Hontoria, al sureste de Burgos, pelotaris; “José Carlos, mi padre, también jugó, pero a pala”. Con esos antecedentes no era difícil que el chaval tuviera querencia por el frontón. Un día “hubo que dar el paso”, reconoce, “era venirme a Vitoria o dejar la pelota”. Y razona utilizando el ejemplo de la derrota en Pamplona ante Canaval y Aldave. “He jugado mal, apenas he disfrutado. Pero claro, qué quieres, si apenas hemos entrenado con normalidad todo este tiempo”, desliza como preámbulo explicativo; “o venía a Vitoria a entrenar o dejaba la pelota. Necesitaba entrenar, jugar mucho y sufrir, sólo eso me permitiría disfrutar de la pelota, aún en la derrota, y evitar que me dolieran las manos”.

Hace seis años “saqué licencia por Zaramaga”, salvoconducto para no dejar la pelota. Había conocido a los pelotaris que “venían a jugar a los pueblos de por aquí”, me dice: Canicosa de la Sierra, Palacios, Quintanar y otros más de las provincias de Soria y Segovia. “Hice amistad con ellos y me convencí. Si quería jugar tenía que entrenar como ellos”; los veranos “se me hacían demasiado cortos, yo quería más”. Esos pelotaris eran Mikel Rafael, Alvarado, Azpiazu, Larrañaga, Vicente... Los dos primeros años “los pasé casi sin jugar”, recuerda, “hasta que fui cogiendo nivel”. Por aquella época “empecé a trabajar en Lacteas Flor de Burgos y me buscaba la vida para hacer el turno demañana para poder ir a Vitoria a entrenar”. Así sí. Un día en el club San Cristóbal con José Rey, otro día en Zaramaga y los fines de semana “la temporada regular”. Lo dicho, así sí.

“Me han abierto las puertas y facilitado mucho las cosas”, dice agradecido, “he hecho amigos -lo mejor de la pelota, incide una y otra vez- y he podido jugar todo lo que he querido”. Ahora, por culpa de las restricciones, “no tenemos continuidad y estamos desencanchados. Es una pena”. Además de con Cecilio, ha jugado con Unai Alvarado -“qué difícil es jugar con él, pero, ¡nos llevamos tan bien...!”- con quien lució la txapela del parejas en el Provincial de hace tres años, al imponerse a Jauregi y Vicente por 22-17 -la pareja de Zaramaga era en realidad un trío: la final la disputaron Carlos y Cecilio- en un partido que “resultó durísimo al principio, hasta que Cecilio eligió una pelota con la que dominaba”. Junto a Alvarado precisamente, ese mismo año, ganarían el torneo de Zigoitia, de nuevo frente a Jauregi-Vicente en la revancha del campeonato de Álava. Esos dos triunfos y un subcampeonato en la Copa del Rey con la Federación de Castilla y León, en cuya final caerían derrotados ante los navarros Yoldi y Beroiz, en 2015, son los tres hechos destacables en la carrera de Carlos. “Recuerdo”, redunda el pelotari, “que en el cruce de semifinales nos impusimos a La Rioja, a Kortabarría y Matute, en un partido muy duro”. Su compañero era Javier Plaza.

Seguidor fiel de Irujo, admirador de Altuna“por cómo lee los partidos”, de la fuerza de Ezkurdia y la pegada de Zabaleta, enganchado a la pelota por el de Ibero, por los pelotaris vascos que disputaban los torneos de verano en su tierra -“Mikel Rafael entre ellos, cuando jugaba en frontis”- tuvo que salir de casa, de la zona de confort, para “continuar evolucionando. No quedaba otra”. No es pelotari de individual. El año pasado brilló en el cuatro y medio, se estrenó éste ante Jokin Bengoa para caer a continuación ante Mikel. En un torneo élite del cuatro y medio, justo tras el confinamiento, vivió una de las peores experiencias. Una derrota sangrante ante el navarro Espinal“que me dejó chafado”.

Su gran objetivo es “ponerme en forma para disfrutar y dar el nivel”. No importa tanto la victoria como la respuesta ante el reto, disfrutar en el frontón y poder competir. De ahí el salto, la decisión y el sacrificio de tener que venir hasta Vitoria para entrenar; “porque no había otra manera, era evolucionar o dejarlo”, concluye.

El mismo caso, parecida historia, con unos años de adelanto, lo está experimentando un chaval de 13 años con quien coincide en la cancha burgalesa. Nico, Nicolás Mediavilla Sáez. Hijo de Víctor y de Raquel. Pelotari. Lleva un par de años subiendo y bajando a Vitoria, donde entrena y juega una o dos veces por semana. Ha hecho muy buenas migas con Aimar Ruiz, Zearra, Melguizo y Beñat“y es feliz”, dice la madre. “No todo es fútbol, gracias a Dios”, sentencia Raquel. “Si él es feliz, yo más todavía”.

Juega de zaguero, “tiene dos buenas manos”, nos dice su entrenador en Txukun Lakua Gorka González. “Es un cacho pan, muy majo”, descubre Carlos Ibáñez, compañero y ejemplo en San Cristóbal. El padre jugaba en el pueblo, en Briviesca del Pinar, “no se le daba mal”, nos dice la mujer. Él y su hermano mellizo, ya fallecido, fueron campeones del Interpueblos de Castilla y León. El chaval aprendió a jugar en el mismo frontón que el padre y buscó continuidad en el club burgalés de San Cristóbal donde el nivel de entrenamientos “es muy bajo” reconocen nuestros protagonistas. El salto de calidad, la continuidad “nos acercó a Txukun, y no les voy a fallar. Iremos donde me diga Gorka”. Todo por el crío. Carlos y Nicolás lo tienen claro. Entre sus prioridades está la pelota. Por idénticos motivos y las mismas razones. Evolucionar, mejorar, entrenar y competir al mismo nivel que los contrarios. Eso es arraigo, es querencia. Es amor por un deporte que consideran suyo. Por el que están dispuestos a darlo todo.