El puerto de Padornelo siempre fue un lugar común para el parte meteorológico. Mariano Medina, el hombre del tiempo, tenía fijación con el puerto. Era uno de sus termómetros preferidos. Todos tenemos obsesiones. Padornelo le tomaba el pulso al cielo y a sus caprichos. Allí arriba, el frío, la nieve, la niebla y la lluvia mandaban sobre la meseta. La borrasca tenía su morada en Padornelo y a Mariano Medina le gustaba visitarla. La falda sur de Padornelo lo atraviesa un túnel que tardó un cuarto de siglo en abrirse. Resultó un trabajo penoso, durísimo e insalubre para quienes se dejaron el alma en esa tarea. Barreno, pico y pala. Esa, la de la minería, la de corredores sufrientes, cerca de la extenuación, ateridos por el frío y la lluvia que les pinzó el organismo alrededor de Padornelo, fue la propuesta del día en la Vuelta.

El ciclismo siempre tuvo ese espíritu minero y agonístico. De ahí que le sienta tan bien el lenguaje de la épica en postales dantescas entre cumbres borrascosas y jornadas que no acaban ni en la meta, tal es la paliza. El ciclismo no se entiende sin la dureza que alcanza el quebranto y convierte a los corredores en seres casi mitológicos, tipos dispuestos al sacrificio, entregados a su destino. La maratón que propuso la Vuelta, 230 kilómetros entre Mos y Puebla de Sanabria, atravesó un territorio con cinco chepas y 4.000 metros de desnivel.

La etapa realzó el perfil del ciclismo valeroso y de aspecto tortuoso. En esa odisea, atravesada la tempestad, Jasper Philipsen fue Homero. Alcanzó su Ítaca en un día infernal. Una clásica del norte. Su hogar. “Es belga. Era el día perfecto para él”, analizó Josean Fernández, Matxin, su director. Lluvia, frío, belga y triunfo. La victoria de Jasper Philipsen, emocionadísimo, llorando su conquista de dicha, fue una “corazonada” de Matxin.

El técnico de Basauri estrujó a Philipsen como a un peluche entre alaridos y abrazos después de que su pupilo pudiera con Ackermann y Steimle en el repecho que matizó el final en Puebla de Sanabria. La escena del director del Emirates evocaba con la del logro del Tour en la crono de La Planche des Belles Filles, cuando Matxin zarandeó de punta a punta a Pogacar. Lo del día perfecto lo cantó Lou Reed en su Perfect day. Philipsen no pudo entonar su logro. Deletreó su victoria con sonidos guturales, desatada la garganta, liberada con un bramido.

Las celebraciones de la Vuelta del silencio tienen un eco inabarcable. Son goles. El del belga, que antes del ciclismo probó con el fútbol, llegó tras el remate perfecto. En Ejea de los Caballeros se encontró con el palo cuando Sam Bennett le remontó a un palmo del festejo. Del irlandés no hubo ni rastro porque se desgajó en Padornelo, la última subida de las cinco que condecoraban la etapa más larga de la Vuelta.

Lastra y Aranburu en fuga

La jornada invitaba al recogimiento, pero la carrera salió disparada con ese pensamiento tan humano de que cuanto antes se afronte el calvario, antes se pasa. Aguardaba el martirio. La fuga, de trece ciclistas, en la que se colaron Alex Aranburu y Jonathan Lastra, caminó con ímpetu y arrojo, pero siempre marcada por los centinelas del Bora que querían el esprint para Ackermann. La manada de lobos afilaba los dientes en tierra de corzos. Mordía. Coto de caza. La carrera, despavorida, se chocó contra la tormenta, el viento, el frío y la lluvia. Estampados en el portal de la tempestad. La tormenta perfecta. Mattia Cattaneo el último superviviente de la fuga, izó su orgullo en Padornelo, donde tiritó la fuga, y soñó con ganar aunque su dorsal, el 13, simboliza el mal fario.

El italiano estaba marcado. El Bora no le dejó. Le esposó. El control del equipo alemán liberó de trabajo a la muchachada de Primoz Roglic, feliz tras arrancar otro hoja al almanaque de la Vuelta. “Estoy contento”, argumentó el líder. Congelados los tiempos de la general en los tres últimos kilómetros de la etapa por una mancha de aceite, que obligó a estrechar la calzada, el esprint, extraño, se concretó entre Philipsen, Ackermann y Steimle. Philipsen, en un final repechero, gritó su alegría. Cuando se serenó, comentó que “me gustan estas llegadas que pican un poco hacia arriba pero que no son muy duras”. Philipsen, el vencedor de la maratón, era la corazonada.