Enamoró al balón, a Madonna, a Italia entera y a medio planeta. Roberto Baggio (18-II-1967 , Caldogno), Il Divino, aunó calidad técnica, juego de toque e imaginación con un look decorado por la coleta y los pendientes que se apoderó de la memoria de los espectadores. Pero al igual que trascendía su figura, por sus invisibles venas corría el veneno de la depresión.

En 1985, poco antes de formalizar su fichaje por la Fiorentina procedente del Vicenza, cuando Baggio aún no era Il Divino, se rompió el ligamento cruzado de la rodilla derecha. La gravedad de la lesión llevó a una operación con 200 puntos de sutura internos y la perforación de la tibia. ¿Quién hubiera sido Baggio sin esta lesión? En cuanto a pérdida de potencial, jamás se sabrá. Se conoce que la secuela fue el dolor con el que conviviría el resto de su carrera deportiva, en la que, a pesar del lastre, pudo erigirse como uno de los futbolistas más destacados de la historia del país transalpino. “En ese momento le pido a mi madre que me mate. Le digo: Mamá, mátame”, confesó en el Festival del Deporte celebrado en Trento.

Lo que hubiera consolado a Baggio fue haber tenido una esfera mágica, porque su maltrecha pierna le alcanzó para vestir las camisetas de, entre otros, Juventus, Milan e Inter, los clubes más poderosos de Italia, y ser Balón de Oro en 1993. ¿Dónde hay que firmar? Pero por aquel entonces encontró refugio en la religión: el budismo. “Buscaba algo que me hiciera entender que todo dependía de mí. Antes culpaba a los demás; yo era la víctima y los demás eran los responsables de mi sufrimiento. El budismo me ayudó a entender que todo empieza por mí”, evoca a sus 52 años. La introspección erradicó el pesimismo.

Baggio, saltador profesional de patadas y especialista en regates de baldosa, padeció nuevas lesiones, como problemas de menisco y el tendón de su lastimada rodilla derecha, o una nueva rotura del cruzado, esta vez de la extremidad izquierda. Pero esto último sucedió ya en 2002, cuando vestía la zamarra de un Brescia en el que coincidiría con Guardiola, asomando el ocaso de su carrera, que tocó a su fin en 2004. Pero... ¿quién le olvida?

Porque mucho antes, poco después de debutar en la Serie A en 1986, su primer gol fue un recuerdo imborrable. Il trequartista por antonomasia -se decía que no era un 9 puro ni un 10, sino un 9,5- se estrenó en su idilio con las redes contra el Nápoles de Maradona. Genio contra genio, ya que Baggio tuvo trazas maradonianas.

Il Divino siempre fue protagonista, que no un líder. Esto solamente lo logró en la Juventus y con la Azzurra, no en vano, es el único italiano que ha marcado en tres ediciones de la Copa del Mundo. En Italia’90 alcanzó las semifinales, pero con su actuación encandiló a Madonna. “Es el hombre más bello que he visto nunca”, juzgó la cantante. El colofón se quedó a unos palmos en 1994, cuando marró el penalti definitivo en la final contra Brasil. Su imagen, abatido, desgarrado, es una de las escenas de drama que ofrece la historia del fútbol. Ahora se conoce el otro drama, el personal, el que trasciende de lo deportivo.