La Planche des Belles Filles - En La Planche des Belles Filles, la cima donde en el siglo XVII cuenta la leyenda que se suicidaron las hermosas niñas del pueblo para no ser violadas por mercenarios suecos en la Guerra de los Treinta Años, el Tour de Francia se convirtió en otra batalla. Más cruenta aún cuando el puerto se estiró un kilómetro vertical sobre un piso que es tierra y humea polvo. Polvo eres y en polvo te convertirás. Los corredores fueron guerreros de terracota frente a un gigante que engulló voluntades, que enrojeció los rostros antes de dejarlos pálidos, por un esfuerzo descomunal, absolutamente brutal. En esa lengua burlona, Dylan Teuns derrotó a Giulio Ciccone, el nuevo líder, que pedaleó para atrás en los últimos metros. No avanzó frente al belga, que exhausto, apenas levantó los brazos. Deshabitado. Su imagen fue la de una crucifixión. Las cruces se sucedieron en un puerto cruento, en el primer día de montaña, donde Mikel Landa, atrevido, ambicioso, impetuoso e irreverente descargó su deseo. Estranguló el manillar para esprintar con esa pose tan suya, una bella estampa, cuando a la montaña aún le quedaba una emboscada que después se tragó al de Murgia, ahogado en la empalizada tremenda en la que Alaphilippe quiso retener la gloria, pero se estampó, quemado por el calor del flamígero Geraint Thomas, el más chisposo entre los candidatos a París. “Pensé que iba a ser un día más difícil”, resumió Thomas, que impuso su jerarquía entre los favoritos.
El galés sacó 2 segundos a Pinot, 7 a Quintana, 9 a Bernal y Landa, 33 a Enric Mas, 51 a Nibali y 1:09 a Bardet. “Fue un día duro y amargo”, dijo cabizbajo el francés, arrítmico, desacompasado. Desde La Planche des Belles Filles, el actual campeón intuye los Campos Elíseos. Es la tradición del Sky y del Ineos. El relinche definitivo de Thomas, atornillado sobre el sillín, telegrafió sus intenciones ante el resto, que esperaban a Egan Bernal. Les sometió el látigo del galés. En cumbre del coloso de los Vosgos no ondeó el desgarro de las grandes diferencias, pero se dibujó un croquis del Tour que coloca a Thomas como el garante de las esencias del Ineos. El galés es el heredero natural de Froome. Conserva las llaves de la carrera. En la ascensión, los favoritos, salvo Thomas y tal vez Pinot, que fue el que más se acercó al galés, compartieron habitación de tortura en una subida claustrofóbica en su remate, absolutamente sobrehumano, convertidos los corredores en un amasijo de piel y huesos que arrastraban sus miserias.
En un día de luz se impusieron las imágenes oscuras. Espíritus que pintaría El Greco. Rostros sufrientes, dolientes, desencajados, sin óvalo facial; danzando en el límite del abismo. El infierno. El final, hiperbólico, fue una corona de espinas. El cuestón paralizó el entusiasmo de Landa, al que se le indigestó un tramo sacado de un manual de la Inquisición en el que se activó el reactivo Thomas. En el mismo ovillo del dolor se sostuvieron Fuglsang, Porte, Quintana, Bernal, Urán y Yates. Firmaron tablas. Todos dentro de los diez segundos. Ninguno pudo mirar por encima del hombro a una montaña feroz, sedienta de sacrificios. Como el Bardet. El galo se estrelló sin remisión contra la pared. Nibali también se abolló.
Landa, al ataque Cuando el puerto aún era digerible y Valverde imponía el trote después de la tirada de Soler y del tajo del Movistar, que zarandeó la carrera, Landa, un resorte feliz que ríe en las cuestas, abrió la ventana para escaparse, para trepar más alto que nadie. Sin esposas, el alavés voló. Landa tiene ángel en las montañas. Por delante, subsistían Teuns, Ciccone, Meurisse y Wellens. El asalto de Landa, que pronto agarró un ramillete de segundos, apartó la mirada de Kwiatkowski del frente. El Ineos tamborileó los dedos, acodados los británicos, menos contundentes, en un ejercicio de paciencia. Landa, disparado, desgajó a Wellens, que penó. El Ineos dejó hacer y, nervioso, se postuló Pinot, que mandó a Gaudu a rastrear la caza del escalador de Murgia, que no conseguía romper del todo. Lo suyo fue un rasguño ante la quietud y la prudencia de Quintana, Fuglsang, Porte, Urán o Yates. Teuns y Ciccone se quedaron en una mesa íntima del fondo tras una travesía numerosa que se comió un montón de cumbres, entre ellas, el Ballon de Alsacia, cima célebre del Tour por haber sido el primer puerto de entidad jamás subido en la Grande Boucle. Fue el 11 de julio de 1905. 64 años después, en 1969, Eddy Merckx se anotó sobre ese nido la primera de las 34 victorias de etapas que sumó en la carrera francesa. Allí se vistió de amarillo. Fue su traje hasta París.
Landa, que pertenece a la estirpe de los corredores que no esperan, también piensa en la gloria de París. El de Murgia se liberó con la pértiga de su entusiasmo, pero el impulso no le alcanzó para someter al resto. A 400 metros de la cumbre, cuando el puerto era un muro que exigía piolet y crampones (Greipel lo subió andando), se personó Thomas, con Bernal, en paralelo. Alaphilippe, que es un respingo en sí mismo, se había disparado antes. La vida le iba en ello. El maillot amarillo se balanceaba en el tendal de los segundos después de que Teuns batiera a Ciccone. Las pedaladas de Alaphilippe eran jirones de lamento. El francés iba atrancado, como si la ley de la gravedad le hundiera. La Planche des Belles Filles era puro Darwinismo. Cuestión de adaptación. Supervivencia. Thomas, camaleónico, excampeón de pista que despega en cuestas tendidas, apretó con furia para vencer una vertical. Su final fue prodigioso. Bestial. En apenas 200 metros alzó la voz. Alto y claro. Sobrepasó a Alaphilippe y tomó algunos segundos. El galés de las gafas vintage, agarró el bastón de mando del Tour. Otra vez. En La Planche des Belles Filles, en el averno, Landa encendió a Thomas.