ÉPERNAY - Se agitó con rabia y saña Julian Alaphilippe en la Côte de Mutigny, 12% de desnivel, alfombrado el paisaje de Champagne con los formidables viñedos que anuncian el champán. Burbujeante, el francés se descorchó como un campeón. Su espuma, un oleaje de electricidad y convicción, llegó hasta Épernay, donde festejó una victoria colosal, dorada. “Llevar el amarillo estaba en un rincón de mi cabeza y ya lo he conseguido. Sé que será difícil mantenerlo. Pero es grandioso lo que he conseguido”, dijo emocionado el francés. Oro sobre oro. Golpeó su felicidad Alaphilippe (Deceuninck) en el corazón donde late el mejor champán del mundo. Se vistió de amarillo en la vena del champán, la avenida más rica del mundo, la cuna de las mejores bodegas del glorioso elixir. El suelo de Épernay es el Fort Knox de Francia. En él se posó Alaphilippe en su mejor brindis. A los pies del francés, en las entrañas de la ciudad, aguardan 110 kilómetros de cuevas donde descansan 200 millones de botellas de la bebida de las celebraciones y el éxito. Alaphilippe las abrió. Se emborrachó de felicidad. El francés brindó con champán un triunfo rotundo que le decoró con el maillot amarillo, el mayor tesoro de Francia, que se le deshilachó a Mike Teunissen (Jumbo), gaseoso en la tierra del champán. Egan Bernal (Ineos) y Thibaut Pinot (Groupama) también se mojaron los labios con la afamada bebida después de obtener cinco segundos de renta frente al resto de favoritos, cortados en el impulso final de la llegada, que inauguró eufórico Alaphilippe La fiesta corría de su cargo. Champán para todos.

El francés fue el rey sol en una etapa larga, nerviosa, tensa y dura en la que Mikel Landa, en un acto reflejo, instintivo, no se pudo contener. “No me lo pensé”, dijo el alavés, que atacó un poco después de que lo hiciera Alaphilippe. Landa, inquieto, se mostró en el repecho donde el sistema nervioso reclutó a los favoritos, que se cruzaron las primeras miradas en la intimidad tras mostrar los espolones en Côte d’Hautvilliers. Allí asomaron las crestas de los gallos después de reducir al intrépido Tim Wellens (Lotto), el úlitmo vestigio de la fuga que conformaron Stéphane Rossetto (Cofidis), Paul Ourselin (Total), Yoann Offredo (Wanty) y Anthony Delaplace (Arkéa). Apagados los actores secundarios, se expusieron las estrellas de la función. Bernal, Thomas, Quintana, Fuglsang (atendido en carrera), Kruiswijk se ovillaron en el lenguaje corporal. Las gafas, las máscaras de las timbas del Tour, evitaron radiografías exactas. Hubo trazos, bocetos. El alavés es consciente de que solo le vale enarbolar la bandera pirata, la del asalto, y por eso garabateó una travesura. Al baile de Landa se abrazaron Michael Woods (EF Education First), Max Schachmann (Bora) y Alexey Lutsenko (Astana).

Landa, amante del ciclismo a dos tintas, el de blanco o negro, juega a ganar. También el metódico y sincronizado Ineos, otra vez apabullante su mayoría cuando el racimo se redujo. El ejército británico dispuso a sus lebreles para ordenar el caos de una jornada enrevesada, que cruzó de Bélgica a Francia. El Ineos atrapó a Landa y a sus acompañantes que no terminaban de ponerse de acuerdo, como si hablaran en espiral. Las dudas les hicieron perder velocidad. Entre la muchachada de Thomas y Bernal no existe ninguna. Esposados Landa, Woods, Lutsenko y Schachmann, hubo un instante de recelo, donde el grupo se estiró en la hamaca.

Eso dio vida a Alaphilippe y su fuga frenética. A la perilla francesa no lograron afeitarle. El histriónico Alaphilippe, un ciclista gigantesco en su enjuto armazón, estaba en pleno éxtasis. Pedaleaba febril, colérico, zarandeando la bicicleta en un terreno incómodo, revirado y burlón. Alaphilippe corría desaforado, como si la vida le fuera en ello. En un paraje parejo al de la Toscana, por donde discurre la Strade Bianche, con sus carreteras blancas de tierra, el francés se sintió en casa. En marzo venció en Siena, en la Piazza del Campo. En el Palio. Pura sangre.

ataque sin respuesta Hacia Épernay recorrió los 16 kilómetros como un potro desbocado. En ese galope extraordinario, persiguiendo un sueño, Alaphilippe fue una mezcla del pasado del ciclismo francés. La ambición de Hinault, la clase de Fignon, las piernas de Jalabert, el esfuerzo de Virenque y el histrionismo de Voeckler. Alaphilippe era la grandeur francesa. Un ciclista enorme, con el ego disparado, grandilocuente y una galería de gestos propia del método Stanislavski. Su valentía mordía el asfalto al tiempo que Mike Teunissen, el líder, apurado entre tanta cota, atrapado en una orografía hostil, se desteñía. Se defendió con todo. Mantuvo intacto el orgullo. Nunca olvidará que ha sido líder del Tour. Una bella postal. La que luce Alaphillipe.

Mientras tanto, el francés pintaba una obra del impresionismo al encuentro de Épernay, donde Pierre Pérignon, un monje benedictino, (el famoso Dom), descubrió la alquimia necesaria para la creación del champán. Con una renta de medio minuto, Alaphilippe determinó su destino. Por detrás, el grupo de los favoritos, donde también tintineaban Matthews, Sagan y Van Avermaet, y del que descabalgaron Ilnur Zakarin (Katsuha) y Simon Yates (Mitchelton), no podía con el cohete galo, que entró en la ciudad de la burbuja estallándole en el paladar el sabor de la victoria. Alaphilippe se paseó por la avenida, donde reposan brillantes las marcas de champán más célebres del mundo, como Möet & Chandon o Perrier-Jouët, agitando la algarabía gala, elevando el fervor patriótico. Alaphilippe gritó su triunfo y exhausto, sentado en el suelo, con la espalda sostenida por la vallas, tomó un trago de agua. Sacrilegio. En el podio de Épernay, de amarillo, enderezó su conducta. Alaphilippe se bañó en champán.