“Yo vivo en América. Y en América estás solo. América no es un país. Solo es un negocio. ¡Así que paga, hijo de puta!”. La frase es de ficción. Pertenece al fragmento de una reflexión de un sicario protagonizado por Brad Pitt en el filme Mátalos suavemente. Resume, sin ambages, el espíritu de un país ávido de dinero. Alcanzar el millón de dólares es el icono del triunfo en la cultura norteamericana. En el ciclismo la bandera de la barras y las estrellas la agitó con energía Lance Armstrong, que responde punto por punto al deportista dispuesto a todo, también a recurrir con descaro a la trampa, la extorsión y el dopaje, para obtener el triunfo rotundo. En realidad, la historia de Armstrong emparenta con la de cualquier lobo de Wall Street, donde no abundan los sentimientos ni las buenas intenciones, guiada únicamente la manada por la adrenalina que produce ganar dinero. El símbolo del dólar como escudo de armas.
A Lance Armstrong, cuenta Juliet Macur en La rueda de la mentira, un libro que radiografía como ningún otro al texano, siempre le sedujo el dinero a modo debanda sonora del ciclismo. El clinc-clinc de la caja registradora. Música celestial. En un pasaje del libro, la autora narra cuando J. T. Neal, mentor del joven Lance, muestra su preocupación por su excesivo interés por el dinero, por cómo hacerse con él, cómo conservarlo y cómo lograr siempre un poco más, fuera o no ético. Armstrong, capaz de pagar 700.000 dólares por transplantar un roble de 300 años de un lado a otro, siempre quiso más. Por eso, incluso después de alcanzar la gloria eterna, la que cinceló en el frontispicio del Tour de Francia después de enlazar siete victoria consecutivas, -nunca antes y tampoco después fue nadie capaz de alcanzar semejante registro- Armstrong regresó a la competición en 2009.
Habían pasado cuatro años de su gesta, después pisoteada por tramposa y tachada del memorándum del Tour del modo que se borran las pintadas, el ego inmenso del texano, con ese estatus de estrella del rock que le colocó en el salón de la fama del imaginario colectivo de Estados Unidos, le arrastró a la competición. Fue como aquel I’m back (he vuelto) con el que Michael Jordan retornó a las canchas después de ser el amo de la NBA. Antes de irse venció tres anillos. En su regreso conquistó otras tres alhajas para seguir siéndolo.
el gran negocio Lance Armstrong volvió en Australia. Lo hizo a lo grande, acorde al tamaño de su personaje. Tasó su retorno al Tour Down Under, por aquel entonces apenas una carrera que abría el calendario de modo engorroso, en un millón de dólares, gastos e impuestos aparte. Una barbaridad de dinero, público para más inri, si se tiene en cuenta que el ganador del Tour de Francia, la carrera de las carreras, obtiene 500.000 euros con la victoria. El precio que puso Armstrong se ha sabido estos días, una vez expirada la cláusula de confidencialidad de diez años que exigía el contrato firmado entre el ciclista y el gobierno laborista de la época. La noticia ha generado un escándalo en Australia porque el documento que certificaba semejante pago ha permanecido oculto, en secreto, durante una década, a los contribuyentes.
“Podemos revelar que a los ciudadanos del Estado que los laboristas han estado ocultando felizmente que entregaron un millón de dólares de los contribuyentes a un deportista que posteriormente fue calificado como el líder del programa más sofisticado del dopaje de la historia del deporte. Es una cantidad de dinero muy grande para un hombre por una carrera de seis días sin contar los extras”, explicó Rob Lucas, político del partido liberal y tesorero de Australia del Sur, respecto al contrato que el gobierno del estado de Australia Meridional habría acordado con el texano en 2009. Todavía se desconoce cuánto cobro el ciclista norteamericano por participar en las ediciones de 2010 y 2011, si bien un informe de 2015 calcula en tres millones de dólares el trienio de Armstrong en su paseo por el Tour Down Under. El hombre del millón de dólares.