En una época como la actual, en la que las redes sociales dan a mucha gente trascedencia efímera en forma de tuit, vídeo o foto antes de quedar sepultada por la siguiente moda pasajera, Alireza Beiranvand (Sarab-e Yas, 21-IX-1992), arquero de la selección de Irán, tuvo su fugaz momento de gloria en mayo de 2015, cuando en Twitter apareció un corto vídeo con un título sugerente: el portero con el brazo más potente del mundo. En las imágenes, correspondientes a la Champions de Asia, se veía a Beiranvand atajando sin problemas un centro para, acto seguido y tras una corta carrera que le dejó al borde de salir de su propia área, enviar el balón con la mano a más de 60 metros, bastante más allá del círculo central, donde un delantero lo aprovechó para marcar de certero y lejano disparo. Y no era la primera vez que protagonizaba una acción similar sino que era una cualidad marca de la casa, pues un año antes ya había hecho algo similar en un partido de la liga iraní.
Aquella acumulación de elogios, likes y retuits no cambió extraordinariamente la trayectoria de Beiranvand. Sigue jugando en Irán, aunque ha pasado del Naft Teherán al Persépolis, se ha afianzado como titular en su selección, con la que hoy debutará en el Mundial, y el pasado año se convirtió en el primer futbolista iraní en ser nominado para uno de los premios individuales de la FIFA -finalmente fue noveno en la votación de mejor portero-. Los cambios sustanciales de su vida ya se habían producido con anterioridad, en su caso en una adolescencia que le llevó a vivir durante un tiempo como un sin techo para poder cumplir su sueño de ser futbolista.
Beiranvand nació en Sarab-e Yas, un pequeño asentamiento de escasos mil habitantes, como pudo nacer en cualquier otro enclave iraní. Su familia era nómada, siempre en constante movimiento a la búsqueda de buenos pastos para su rebaño de ovejas. Como hermano mayor que era, su primer trabajo fue echar una mano a sus padres como pastor mientras en sus ratos libres aprovechaba para jugar al fútbol y practicar el Dal Paran, un juego autóctono que consistía en lanzar piedras a muy larga distancia -de ahí su potencia de brazo-. Cada vez que volvían a su pueblo natal, Beiranvand aprovechaba para entrenar con el equipo local, pero a su padre eso del fútbol no le parecía serio. “Él quería que yo trabajara, incluso me rompía los guantes y la ropa de entrenamiento”, reconoció recientemente en The Guardian. Así, entendió que si quería dedicarse al deporte no le iba a quedar otra que buscarse la vida por sí mismo, por lo que siendo poco más que un niño decidió marcharse solo a Teherán para perseguir su sueño.
En la capital, Beiranvand durmió primero en los alrededores de la Azadi Tower, donde suelen aglomerarse muchos inmigrantes pobres; posteriormente, en la puerta de un modesto club local presidido por un hombre con el que coincidió en el viaje en autobús hasta la capital y que, en primera instancia, le pidió dinero por dejarle entrenar. “Alguna mañana llegué a despertarme con monedas a mi alrededor, había gente que pensaba que yo era un mendigo”, recuerda el actual portero de Irán. En los siguientes meses, Beiranvand fue aceptando trabajos -en un lavadero de coches, en una pizzería, en una fábrica de confección de ropa...- a cambio de que le dejaran pasar la noche en las instalaciones mientras trataba de impresionar a cualquier club que le ofreciese una prueba.
Finalmente, fue el Naft Teherán el que apostó por él y le incorporó a su cantera tras un primer paso por el club infructuoso -le echaron porque se lesionó mientras jugaba con otro equipo-. Siendo aún suplente del primer equipo fue llamado a la selección sub’23 y durante la fase de clasificación para el presente Mundial consiguió la titularidad con la absoluta. A sus 25 años, el que fuera un sin techo vive ya asentado bajo los palos de Irán.