Un hombre seguro de sí mismo, concienzudo y perseverante. Ese es Raúl Torres. Capaz de hacer realidad sus sueños cueste lo que cueste. En la cancha igual. Ni una pelota por perdida. “Si tenía que perder me tenían que ganar”, dice. Nunca se daba por vencido. Mas intuitivo que artista y, aunque conocía las reglas, a menudo las contravenía por necesidad o pura supervivencia. “El brazo no hay por qué estirarlo siempre, a veces no hay por qué agacharte, la ortodoxia queda atrás si la vida te exige otra cosa?”, apunta a modo de resumen. Eso enseñó mientras entrenaba a los chavales, cuando dejó de jugar, demasiado pronto, a Larrañaga y los Ruiz de Alda, a Aitor Aguirre y los hermanos Díaz de Guereñu, a Jon Eli Orobiogoikoetxea, “el mejor alumno, técnico y currela. Corría y defendía como nadie”. El chaval jugó pronto su primera final, un mano a mano ante Dorronsoro en categoría alevín que perdió por aplastamiento. Tras aquello le dio la gran lección: “Tienes que ir a tope siempre, terminar satisfecho aunque te dejen en uno”, le dijo justo después de hacerle llorar y ganarle jugando bajo pata; “ni rendirte ni relajarte”, concluyó. Lección de vida. Raúl apostaba a favorito y favorito siempre era él sin importar el rival ni el partido que fuera. De ahí que utilizara la teoría y la técnica hasta que era indispensable pegarle como sea, con lo que fuera y desde donde tocara. O pelota o Arquitectura. Ambas entre ceja y ceja desde el principio. Primero pelota, hasta que vio que ahí no había futuro y luego Arquitectura, donde se centró como si en la vida no hubiera otra cosa. “Soy radical, ya sé. Me centro y peleo por lo que quiero. Lo demás me da igual”. Tras años de esfuerzo está llegando al final de carrera. Cinco cursos, seis años de estudio y le queda el máster habilitante para poder ejercer. Gracias a Maitane, “mi gran apoyo”, quien le ha permitido dedicarse a sus estudios en cuerpo y alma y “vivir mantenido mientras acababa la carrera en la facultad de San Sebastián”, que el primer año compatibilizó trabajo y estudios -así le fue-, pero a partir de ahí Maitane se echó la carga a la espalda y Torres se puso serio con los libros. Había hecho Mecanizado de chaval pero no le gustó. Tomó la determinación de sacarse el bachiller como fuere y, aunque tardó en arrancar, luego hizo los dos cursos en un año. Estudió para encargado de obra e Interiorismo pero observó que llamaban más a los arquitectos para reformas y apertura de locales que al interiorista: “Nos miraban como meros decoradores. Ahí lo tuve claro”. A por ello. Se enrocó y fue a por todas. Arquitecto. Con 34. Y conste: el máster que estará acabado en junio le permitirá firmar su primer proyecto, Pilota Enea. Sería un centro integral de pelota. Museo, frontón y talleres en pleno Casco Viejo de la ciudad. ¿Lo veremos?

El tío Jesús Resano les llevó a él y al primo Sendoa por primera vez al frontón. Tenía seis años. Comenzó con la cesta pero sólo aprendió a ponérsela. Tras dos entrenamientos apareció por Zaramaga donde Agustín Pérez y Ortíz fuero sus mentores. Maixi Castillo, Vicente, Salmerón, Prado, Velasco e Iriarte eran los pelotaris de su promoción. Torres era un pelotari técnico, algo gordito. “Me costaba moverme”, dice. Recuerda estrenarse, con apenas siete años, junto al primo Sendoa en un social del club. “Les vacilamos al principio -a los hermanos Anucibay- y luego nos untaron el morro. Nos estuvo bien”. Hasta los 14 no empezó a destacar. Oguetilla, “el mejor entrenador que tuve”, tuvo que ver en ello puesto que hasta entonces apenas pasaba de cuartos. Les apretó desde el primer día. De hecho, en la primera sesión, rojo de ira y echando humo por las orejas, les avisó: “Si esto es todo lo que sabéis mejor os vais a la ducha”. Y ahí que se fueron todos, Boto incluido. Torres bajó de peso, se puso las pilas y aprendió. Prado era la estrella de la categoría y ante Salmerón y Prado cayeron Vicente y él en una final de Inter Pueblos, donde ya vieron que los Clase A no andaban tan lejos. Elorza y Angulo en juveniles y Mikel y Casado en senior eran los otros pelotaris de la capital frente a Kanpezu.

En el 2000 protagonizaría su temporada más completa. Junto a Vicente formó una pareja invencible. Ganaron el Provincial, el Inter Pueblos, el Torneo de Zaramaga, en Oñate, donde Vicente, renqueante, le obligó a un esfuerzo extra para ganarla y luego “más descansado se aprovechó” para superarle en la final manomanista del Provincial a la que Torres había llegado tras vencer en semifinales al favorito, a Prado. Aquel año no pudieron jugar la final de Burlada contra Bengoetxea porque Eugenio, el presidente del club Zaramaga, prefirió que disputaran, para ganarla, la final del Provincial contra Castillo y Angulo. “Me dejé convencer”, me susurra, “pero me sentó a cuerno quemado”. Luego, eso sí, se deshace en elogios hacia Eugenio Rafael. En el Trobika de Mungia se las vieron con Azagirre y Angulo. Ganaron Vicente y Raúl 22-21 tras 1 hora y 40 minutos de pelea. “Fue el partido más duro que recuerdo”, cuenta, justo antes de pasar a la final para quitársela a Beitia y Apraiz por 22 a 9. La madre, Merche, había oído durante el paseíllo: “¿Dónde va ese chavalín ante ese gigante?”, en referencia a Apraiz, luego pelotari profesional. Ni Merche ni Sindo sabían mucho de pelota. El padre le hizo de chófer y no paraba de regalarle consejos: al ancho, la dejadita al ancho, en la que luego “me especialicé”. Con un cuarto de siglo a la espalda protagonizó un torneo manomanista excepcional. Superó en cuartos a Koldo Iriarte. Fue tan dura la pelea que acabó con la mano tocada. En semifinales, ante Jauregi, se la protegería con chapa y puente y tiró de zurda hasta que el de Sabando puso en peligro la victoria. “O me rompo la mano o pierdo”, fue la apuesta. Y ganó por 22 a 18. Le quedaba rizar el rizo, un partido y contravenir a quienes no le daban opción. Y Hegoi Azpiazu, el gran favorito, en frente. La mano nazarena no presagiaba nada bueno. Todos veían imposible la empresa. Menos él. Pudo descansar diez y salir a tope a la cancha para ponerse 11-0 por delante. Ofensivo. Acabaría ganando por 22 a 11 tirando de repertorio sin que Azpiazu terminara de ubicarse. “Fue una máster class por todo lo alto”, recuerdan quienes lo vieron. No se puede interpretar mejor un partido decisivo. Improvisó, se dejó el alma y? después de eso poco más. En 2007 recibió el Premio Ogueta. Una jugada maestra que entró en la historia.