Pocas frases han dado tanto juego como ésta en los últimos milenios. Desde “Houston, tenemos un problema”, sentencia pronunciada desde allí arriba, a tomar por culo, por un tío con casco y con abrigo de los de forro polar, pasando por “Todo el mundo al suelo”, frase lapidaria de un jeta bigotudo con un ridículo sombrero tricorniero que pasó menos años de los debidos en el talego, hasta “Siete caballos vienen de Bonanzarrrrr”, mítica aseveración creada por obra y gracia de un currante de la risa que en paz descanse, muy poquitas frasecillas han gozado de tanto tronío y realeza en la historia reciente de España. Quizás tan sólo celebérrimas sentencias del estilo “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir” o “¿Por qué no te callas?”, pronunciadas por piquito de oro borbón, o “Confío plenamente en mi marido y confío en su inocencia y en que ha estado bien asesorado”, soltada todo seguido y sin reírse por Cristina Federica de Borbón y Grecia y muchos más sitios, a la sazón hija del cazador de Bostwana y tía de Felipe Juan Froilán de todas las discotecas, pueden estar a la altura de aquella frase vomitada por Carlos Moya a las 14.15 horas de un ya lejano 24 de noviembre de 1998. Y si esa sentencia, fuera de su contexto, ya resultaba genial verla en plena acción de sus protagonistas, a 500 metros escasos de la meta del Rally de Inglaterra, con el capó del Toyota Corolla de Carlos Sainz en plena erección, mirando hacia arriba, con un humo blanco que no delataba precisamente la nominación de un nuevo Papa, y a un paso de perder su tercer título del mundo, suponía la guinda para un desenlace peliculero mezcla de Hitchcock y Berlanga. Como culmen a la catarsis, Moya, felizmente recuperado hace unos días de un aneurisma y récord Guinness al pronunciar “curvacerradadederechayafondoarassss”, estamparía su casco contra la luna trasera del vehículo. El pescado estaba vendido y caducado. La tragedia griega era, en esta ocasión, británica. Tan sólo faltaban las palabras de Vivian Leigh, con la mítica escena de “Lo que el viento se llevó”, clamando de forma rotunda a los cuatro vientos y con musiquilla de fondo “¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a ganar una carrera!”. Craso error, ateo. El pasado sábado la junta de la trócola le devolvía su deuda a Carlos Sainz. El piloto madrileño lograba su segundo título en un Dakar -que no se celebra en Dakar- con ya 55 años. Todo un logro, sin lugar a dudas. Gesta a bordo de un bólido mitad coche de carreras mitad boogie de playa que volaba sobre las dunas y flotaba sobre las piedras. Campeón de campeones de una carrera de supervivencia que sigue siendo mítica, que ha sabido emular al Ave Fénix reinventándose y dejando atrás penosas muertes e incluso continentes, pasando del africano al americano. Talento, preparación y dinero, no sé si a partes iguales, que han catapultado al piloto madrileño a la gloria más cerca de la edad de jubilación que de la edad de competición. La desgracia en forma de históricos abandonos hizo que hasta el último metro no se cantara victoria. Una piedra en el camino le enseñó que su destino era abandonar y abandonar, pero no en el caso del reciente Dakar.