Cuentan que en los veranos, momentos para el asueto, las hamacas y las chan-clas, para la samba y la caipirinha, en Lagarto (Brasil), pueblo natal de Diego Costa (1988), de regreso a LaLiga, se cavan trincheras en los partidos que el delantero comparte con sus amigos de la infancia. La amistad se queda colgada de las perchas del vestuario, como si en ese tiempo ese sentimiento fuera un trapo. En Lagarto no hay paz para los amigos. El terreno de juego es el frontispicio de una guerra de guerrillas, de una competición extrema, donde Costa y sus compadres pelean cada pulgada de terreno como si no hubiera mañana, como si la vida expirara ese día.

Es un acto de supervivencia jugar al fútbol en Lagarto. Es la final del Mundial, aunque solo se trate de una pachanga, de un encuentro entre amigos de correrías y recuerdos de juventud donde se para el mundo para que gotee la sangre, se abran las heridas, se enciendan los cabreos, se enfríen las afrentas... Con Diego Costa en la ecuación, no existe el Edén. No sabe el hispanobrasileño jugar al fútbol por diversión porque para él, el fútbol no es lúdico, sino una cuestión vital, un asunto mayor que exige gravedad, gesto hosco, malas pulgas, enfrentamientos, careos y certeros remates. Lo suyo es competir, sin sutilezas, con fiereza, dispuesto a todo, ya sea marcar un gol o cocear. Es el código de honor de un delantero centro refractario a los arabescos, que prescinde de los regates y de lo accesorio para centrarse en lo esencial: dar con el camino más corto hacia el gol. Se maneja Diego Costa, un pendenciero, con los códigos atávicos de los puntas, esos que se elevaron por encima del resto con remates al primer toque. Amante de lo minimalista, nada más bello que la concreción para Costa, al que solo el gol le produce alivio.

gol y herida De regreso al Atlético de Madrid tras dejar el Chelsea con el ceño fruncido y los puños cerrados, Diego Costa reapareció el pasado miércoles en Copa ante el Lleida. Incorporado desde el banquillo, a los cuatro minutos dejó su impronta. La huella de siempre, su firma. Un gol en el primer balón que atizó. En el lance, al delantero le marcaron los tacos en la pierna derecha. En Diego Costa no hay diván. ¿Pierna o gol? Así, a golpes, entiende el fútbol el hispanobrasileño, que estará en regla para estrenarse en la competición liguera si su entrenador, Diego Pablo Simeone, lo considera oportuno. “Costa transmite su coraje y su pasión por cada balón se transmite en cada jugada. Eso es evidente”, resaltó el técnico. Sobre el delantero, que “está en una edad importante, en un momento importante en su carrera y ojalá siga creciendo y que sus compañeros acompañen el crecimiento del equipo, todos juntos”, añadió Simeone, que formará un once ofensivo, liderado por una delantera compuesta por Costa y Griezmann frente al Getafe, que visita hoy el Wanda Metropolitano.

“Está claro que Griezmann-Costa es una copia ofensiva que siempre la hemos pensado y ahora esperamos que puedan responder de la mejor manera”. Reflejo corregido y aumentado de la personalidad del técnico argentino, Diego Costa entiende el fútbol como un medio para ganar. La belleza está en las victorias. El método no importa. Con o sin fórceps, el palmarés por encima de la memoria Como aquella arenga de Luis Aragonés, otro insigne atlético, que dejó el eco del “ganar, ganar y ganar”, Diego Costa reaparece en el Atlético con la obsesión de marcar, marcar y marcar. El rey de Lagarto acecha de nuevo. Vuelve el depredador.