En 2011, Derrick Rose tenía el mundo a sus pies. Con 22 años, se había convertido ya en el MVP más joven de la historia y Chicago, una ciudad deprimida baloncestísticamente hablando desde que se quedaea huérfana de Michael Jordan, soñaba con reverdecer viejos laureles a lomos de este explosivo base, que para redondear un panorama perfecto era un producto local, nacido y criado en la ciudad del viento y formado en la prestigiosa Simeon Career Academy, en la zona sur de la urbe. En solo tres años en la NBA, Rose no solo era el mejor jugador de la liga y contaba ya con un oro mundialista con Estados Unidos, sino que lo tenía todo para convertirse en algo más, en un icono. Rapidísimo, explosivo, con una capacidad brutal para, pese a su escaso 1,91, filtrarse entre gigantes hasta debajo del aro para acabar con bandejas acrobáticas o brutales mates, era el jugador que todo el mundo quería ver en acción. Incluso había firmado una renovación por cinco años a cambio de 94,8 millones de dólares y Adidas contaba con él como su principal arma de mercadotecnia. Todo era de color de rosa hasta que el 28 de abril de 2012 las espinas se cruzaron en su camino en forma de gravísima lesión. En los segundos finales de un duelo de play-off contra Philadelphia, con el choque resuelto a favor de sus Bulls, Rose penetró a canasta para, de repente, quedar tendido sobre la cancha: rotura del ligamento cruzado anterior de su rodilla izquierda.
Siete años después, Rose es un jugador marchito, hasta el punto de coquetear con la retirada pese a tener 29 años recién cumplidos. Por el camino, nuevas lesiones y recuperaciones, cambios de escenario para intentar relanzar una carrera abruptamente interrumpida, largos periodos de baja (desde aquella fatídica noche solo ha jugado 237 de 412 partidos de temporada regular) y partidos en los que parecía recuperar el brillo y lozanía de antaño. Un cúmulo de luchas, esperanzas y decepciones que han acabado por hacer mella no solo en el cuerpo sino también en la mente de un chico al que las lesiones han complicado la existencia de forma cruel. El viernes, el prestigioso periodista Adrian Wojnarowski anunciaba que el base había decidido apartarse de los Cleveland Cavaliers, franquicia a la que llegó el pasado verano cobrando solo 2,1 millones, el mínimo para un jugador con sus años de experiencia en la liga, para replantearse su futuro profesional. “Está harto de sentir dolor y mentalmente atraviesa por un complicado momento”, aseguraba una fuente del equipo a ESPN. En el presente curso, Rose ha estado ausente en once de los 18 partidos disputados como consecuencia de un esguince en su tobillo izquierdo.
Desde Estados Unidos aseguran que Rose se ha aislado del mundo, que incluso los más cercanos a él han tenido problemas para contactar con él en los últimos días, actitud que no es nueva en un jugador que ha tenido la dureza mental necesaria para levantarse de lesiones durísimas (en 2013 se rompió el menisco de su rodilla derecha, lo que prácticamente le tuvo otra campaña en el dique seco), pero que también ha atravesado por momentos sicológicos bajísimos, dejando constancia de su carácter inestable. Cabe recordar que tras romperse el cruzado en abril de 2012, Rose recibió el alta médica en marzo del año siguiente pero se negó a jugar ningún partido aquel curso porque decía no confiar lo suficiente en su estado físico. El año pasado, ya en las filas de los New York Knicks, permaneció en paradero desconocido durante un par de días, llegando a perderse un partido, y a su regreso explicó que había viajado a Chicago “porque necesitaba estar con mi madre; no cogí el teléfono a los Knicks porque necesitaba mi espacio”.
Pese a que ha mantenido un estatus en la liga y sus números no han dejado de ser correctos, nada ha sido igual en la vida de Derrick Rose desde aquel fatídico 28 de abril de 2012, el día que aparecieron las primeras espinas en una megaestrella que amenaza con marchitarse con solo 29 años.