un día negro. Una historia con un triste final que el mundo de las dos ruedas conmemora cada 13 de julio. Se cumplen hoy 50 años del fallecimiento de uno de los nombres propios del Tour de Francia. Una muerte trágica en plena etapa de la ronda gala de 1967 que llevó a la tumba a uno de los ciclistas más carismáticos de la historia. Las anfetaminas mataron, a falta de 3 kilómetros para coronar el Ventoux, al ciclista que pese al tiempo transcurrido, aún hoy es uno de los héroes más recordados entre los aficionados a un deporte, que con su muerte dijo basta. A raíz del fallecimiento del británico, el ciclismo ganó en salud con el establecimiento de controles antidopaje que pretendían acabar con el consumo de drogas. Aunque los propios ciclistas renegaron de las medidas, con el transcurso del tiempo las normas fueron calando. Así, en 1969 Eddy Merckx fue el primero tras la muerte de Simpson en ser obligado a abandonar el Giro por su dopaje.

El final de Simpson supuso un punto de inflexión en la normativa del ciclismo, pero su historia se remonta a un 30 de noviembre de 1937, en el que nació en Haswell, Inglaterra, el sexto hijo de un minero, que compartía nombre con su padre: Tom Simpson. Al cumplir los doce años, la familia se mudó a Harworth, donde tuvo su primer contacto con la bicicleta. El joven Tom trabajó como repartidor en bici en una tienda de ultramarinos y se inició en sus primeras carreras locales. En este periodo obtuvo grandes resultados, tanto individuales, como con su selección.

El potencial de Simpson iba creciendo, y con 22 años se propuso un objetivo: convertirse en profesional. Para ello, hizo las maletas y se trasladó a Saint Brieuc, Francia. Lejos de casa el corredor continuó con sus logros, ganando pruebas importantes como el Tour de Flandes o el Campeonato Mundial de ciclismo en ruta, disputado en Lasarte, Guipúzcoa. En 1967 conquistó dos etapas de la Vuelta a España pero finalmente concluyó la carrera en 33º lugar.

LA MALDICIÓN DEL TOUR Siete fueron las veces en las que Simpson se atrevió con la Grande Boucle. Sin embargo, tan solo pudo acabar en tres ocasiones y su mejor resultado llegó en 1962 con un sexto puesto. Aunque en esa misma edición el ciclista de Haswell se convirtió en el primer británico en vestir el malliot de líder, la conquista del Tour no llegaba y Tom parecía obsesionado con tocar la gloria en Francia. Esa obsesión exacerbada le llevó a cavar su propia tumba. Aquella trágica mañama Simpson asumía la etapa mermado físicamente por una infección estomacal que le había penalizado en las jornadas previas. Pese a que le recomendaron abandonar, Tom no se rendiría ante las adversidades. Esta vez no. Aproximadamente dos kilómetros antes de la cima del Mont Ventoux, el británico comenzó a zigzaguear y su equipo le pidió que se detuviera. El ciclista prosiguió pero acabó cayendo al suelo, exhausto. Sus ayudantes le socorrieron rápidamente pero él se lo impidió. “¡Subidme a la bicileta!”, exhaló. Así continuó 500 metros más hasta caer inconsciente.

Las maniobras de reanimación sobre la carretera no pudieron hacer nada por él y fue evacuado en helicóptero. A pesar de los intentos de los equipos médicos, Tom falleció. Después se descubrió que la causa de la muerte fue una insuficiencia cardíaca debido al uso de drogas que agravaron la deshidratación. En un bolsillo del maillot se le encontraron botes de anfetaminas semivacíos.

Dejó aquel día de existir como ser humano para convertirse en leyenda. Murió junto a su pasión, la bicicleta. La carrera no se suspendió, pero al día siguiente los ciclistas decidieron no disputarla y dejar que otro británico, como Barry Hoban, ganara la etapa. La muerte de Simpson, que fue enterrado en Harworth ante miles de personas, provocó la llegada de los controles antidoping y aún hoy en día, 50 años más tarde, la gente peregrina a la lápida situada en el lugar en el que se desplomó.