MUGELLO - En 2017 la esperanza de Ducati se depositaba en Jorge Lorenzo. Con su llegada a la casa de Borgo Panigale se erradicaban las excusas. “Ahora sabremos cuál es nuestro lugar en la parrilla de MotoGP, conoceremos dónde merece estar nuestra máquina”. Era el mensaje que se trasladaba desde la fábrica italiana, y que no hablaba bien de lo conocido hasta entonces. Lorenzo era la panacea universal. El remedio infalible para testear el potencial de la Desmosedici. Nada más lejano a la realidad. Puede que un día Lorenzo sea esa figura, pero actualmente no lo es. El adalid de Ducati es su compañero de filas, el sigiloso Andrea Dovizioso, el piloto invisible, pariente de la regularidad, del que no se habla pero siempre figura. Protagonista por mérito.

El Gran Premio de Italia, lógico, era de capital trascendencia para Ducati. Carrera italiana, moto italiana y piloto italiano. La trinidad de la nacionalidad en el mundo del motor. Lo más en cuanto a localismo. Además, tocando al tercio de la temporada, la sexta cita del calendario se presentaba como un idílico momento para el análisis sobre lo transcurrido de año. Pero Dovizioso no gozaba de grandes avales para este señalado día. Desde 1974, en Imola y por obra de Gianfranco Bonera, un italiano no ganaba en Italia con moto italiana; la Ducati no reinaba en Mugello desde 2009, entonces con Casey Stoner; en cuanto a Dovi, venía de ganar una carrera en los últimos siete años. Para más inri, el de Forlimpopoli apenas pudo pegar ojo la noche previa a la prueba. Gaupasa por enfermedad. Por un virus que atacó a su estómago. Una comida ingerida en mal estado que alcanza a tumbar elefantes. Malos augurios, en definitiva. Apuesta de riesgo.

Aunque Dovi, a pesar de la marejada en su tripa, contaba con el sustento de unos buenos entrenamientos, la destacada tercera plaza de salida y, lo más relevante por poderoso, un arma secreta e invisible como él: el ego. Esas ganas de reclamar respeto con el verso de los resultados. Orgullo, que le dicen. Esa voluntad de revelarse contra el confundido mundo que le había relegado en Ducati con la llegada de Lorenzo, que confiaba en llegar y besar el santo, descalibrado su autoestima. Honor, que le llaman. Además, su máquina se pone a punto en Mugello, laboratorio de pruebas de Ducati, que fabrica sus potentes proyectiles de dos ruedas a escasos 80 kilómetros del circuito. De ahí la precisión en la relación de las marchas, tino que permite desbrozar todo a su paso en las rectas, la cuna donde nacen las ilusiones de Ducati, allí donde cimienta sus logros deportivos, donde hace inanes los esfuerzos ajenos. Un Potosí.

De hecho, Lorenzo, desde la séptima pintura, encontró todas sus esperanzas en ese pasaje del circuito, el camino que lleva al ángulo de San Donato. No en vano, se alojó líder en el primer paso por meta. Fe del eficaz calibraje del obús rojizo. Si bien es cierto que padecía de turbulencias. El chasis se retorcía para hacer indomable a la Ducati. Lorenzo, asomado a la cabeza en dos ocasiones en las dos primeras vueltas pero con respuesta inmediata de Rossi, se desinfló temprano. Tras sorprender, el mallorquín fue engullido por la mediocridad para ser octavo tras ofrecer una mezcolanza de inicialmente prudencia y posteriormente agotamiento. La Ducati, como brava res, exige dulce tacto y arduo esfuerzo, y Dovizioso es hoy por hoy mejor domador. Artista del rodeo.

viñales imprime ritmo El relevo de Lorenzo lo tomó el impetuoso Maverick Viñales. El de Yamaha heredó la responsabilidad de fragmentar la carrera, que durante los cinco primeros abrazos a Mugello presentó un compacto grupo en cabeza. El ritmo imprimido por el de Roses cercenó el colectivo al instante y solo Dovi sobrevivió a la criba del acelerador, a rueda de Mack. Rossi, tercero, pilotaba con un gancho carnicero atravesado en su gaznate, lengua fuera, pasando apuros, agobiado, amparado en el mero hecho de estar. Detrás, Petrucci llegaba en progresión habiendo dejado a su zaga a Lorenzo, Márquez, Bautista o Pedrosa. Las vergüenzas de Honda afloraban. Las vueltas se consumían y la firma alada se desangraba: Márquez, irreconocible, acabaría sexto permaneciendo un tercio de la prueba tratando de rebasar a un Bautista que sería quinto y Pedrosa abandonaría junto a Crutchlow después de tirar al inglés en las postrimerías.

A falta de diez vueltas para el final, Dovi, bribón al acecho, pasó al frente para medir su oneroso talento. Ducati y Yamaha se debatían por la victoria. Cosa de cuatro: Dovi, Viñales, Rossi y Petrucci. Este último incluso llegaría a ser segundo, a horcajadas de un misil tierra-aire que anulaba las desventajas agudizadas en las zonas reviradas. Dovi, a lomos de la Ducati oficial, y Petrucci, con la satélite, sonrojaban a Lorenzo, que con su discreto resultado repartió méritos a los demás pilotos Ducati. Nadie intimidó a Dovi. Viñales propuso un sprint final que le alcanzó para recuperar la segunda plaza y dejar a Petrucci en el tercer peldaño del podio. Rossi, cuarto, claudicaría de la pelea por el cajón sin haber desenfundado armas, incapaz. Así, Dovi conquistó Italia, se alzó jerarca de Ducati y segundo en el Mundial, a 26 puntos del líder Viñales, el otro piloto feliz porque extendió su ya considerable ventaja.