Bilbao - “Esta es la felicidad máxima”, dijo Oinatz Bengoetxea, mientras le volvía el color al rostro. En una mirada al horizonte se le entremezclaba la lana con el futuro de un curso entero de colorado. Se le iluminaba el alma en la sala de prensa del frontón Bizkaia de Bilbao después de haber derrocado a Iker Irribarria de la cumbre del Manomanista y coserse otro galón más en su chaqueta. Lo decía mientras el mundo a su alrededor, como él, espídico, inmenso, se arremolinaba en la cancha negra y aplaudía lo increíble. Al público le gusta la sangre. El Coliseo no quiere que los leones ganen siempre. No. El respetable pide derroche, delirio, explosión. Big bang. El sufrimiento en el alambre como modo de espectáculo.
En la línea del funambulista, Bengoetxea VI, protagonista en los finales fabricados en Hollywood, una especie de Rocky en el ensogado de Philadelphia, asomó trabajador y genio a partes iguales en una final de pantalón largo, para enmarcar, en la que el diablo supo controlar al pegador. Por zorro, por villano, por travieso. Por pelotari. Iker Irribarria, un manista excelso en el músculo y en la valentía, al que no le importa romperse el pecho, descubrió la paciencia de un adversario que supo recomponer sus carencias en largura con dosis de quejido más allá del seis. Lamento de un enredo. Llanto del artista. Loa de Oinatz. El sotamano de Bengoetxea VI, un desatascador, un arma en defensa, fue el ariete para derrumbar el castillo del campeón, un zurdo con un golpe especial, manista total de los pies a la cabeza, al que la resistencia le hizo humano. El leitzarra anunció tambores de guerra desde los cimientos del choque y buscó revolver el duelo con una versión torcida. Los momentos de certeza y rectitud elevaron a Irribarria en un festival de golpe, pero sin asomo de puntilla, en el que sacó tajada, pero siempre con el viento en la espalda. A Oinatz le pasó lo contrario, acostumbrado al cuerpo a cuerpo y al ruido de sables. El duelo de estilos. La ley de la selva. Apollo Creed noqueado en el asalto número quince, mientras el mundo se atornillaba a los asientos y las razones se le derramaban en la lona. En definitiva, un partidazo. Oinatz lo determinó desde el saque y se apoyó en la paciencia y la defensa de aire, con un sotamano que le sirvió para talar a su rival. Irribarria se afanó demasiado en el dominio y perdió el colorado. En la estrategia de Oinatz estuvo la ganancia. Y en el nada que perder. El navarro es un manista distinto, un pelotari de artesanía, no de industria. Como Oinatz solo hay uno. Bengoetxea VI se recuesta en una fe inquebrantable en sí mismo. Una creencia que se manifiesta en sus gestos, su ánimo, en sus palabras al resto, en su modo de entender el juego: ritmo, frenetismo, baños de realidad en un escenario de ciencia ficción. Porque el leitzarra, pelotari de dibujos animados en el remate, tiene toques de estatua cincelada en mármol. Oinatz es duro, es pelotari de plaza, de los pies a la cabeza. Competidor hasta el tuétano. Incluso cuando superado. El zurdo de Arama, campeón con mayúsculas hasta ayer, ejerció de emperador, dominador con certezas para empezar y en bastantes momentos. Un absolutista en el frontón a base de golpe y músculo.
El zurdo se desperezó como siempre, hipervitaminado, brillante en el desplazamiento del cuero. Bengoetxea VI puso en juego su físico y sus ganas en una propuesta visceral, que bien vale una txapela. Desde los primeros compases, vencido, dominado, partisano, Oinatz no perdió la cara. Si no, no hubiera sido él. Aun así, penó. Sufrió. Sudor. Sangre. Las razones que pide el pueblo. Pero la gente también quiere tambores y jam sessions. Quiere jazz. Quiere música de las entretelas. Quiere improvisación. Bengoetxea es jazz en vena, arquitecto de segundos, compositor de fotogramas. Con el 5-1 y un gran inicio del aramarra, fuerza de la naturaleza, sobriedad en una hoja de ruta bien trazada, que revelaba sus grandes condiciones, el leitzarra solo pudo aguantar el tirón y cuadrarse como el junco al viento para no doblegarse. El huracán zurdo fue imponente y mandón. Sacó el péndulo con la izquierda y hasta la suerte le lanzó la sonrisa. Oinatz tuvo que retrasar su postura y construir el choque desde los cimientos, cuesta arriba. En el 10-5 olía a sangre. Pero la fe no sangra. Corrían ya 128 pelotazos.
La brújula del guipuzcoano, el hambre del martillo, vio cómo cambiaban los aires. Todo vino cuando afinó el saque Oinatz y el viraje fue una realidad. Una dejada que tiró Irribarria abrió la veda. El saque al ancho, del txoko al txoko, del txoko al ancho, del centro al ancho, se convirtió en una tortura. El trabajo pleno, a pulmón partido, puso la entraña al duelo. Oinatz igualó a diez tras encadenar también un par de saque-remates, poniendo pimienta al primer disparo, y el luminoso se tornó 10-12. El sotamano de la resistencia le dio la vida.
El alma obrera de Oinatz y el sentimiento artístico de improvisación rompió el choque después del descanso largo. Iker sumó en dos ocasiones y puso el 12-12, pero cometió una falta de saque clave. Oinatz continuó percutiendo desde el inicio gracias al regalo. 12-17. Excelencia leitzarra, precipitación aramarra. Irribarria nunca había lidiado con un marcador tan en contra y, menos aún, con una remontada tan espeluznante.
Sin embargo, al zurdo le quedaron arrestos para jugársela con una apertura desde el suelo. Le salió. Dos saques, un buruzgain y un dos paredes al tercer pelotazo le dieron el penúltimo tren y el empate a 17. Un fallo por barba colocó el 18 iguales. Y Irribarria, valiente, sabiendo que su camino pasaba por pegar, su mayor argumento, falló una parada al txoko. Con el saque como ariete, a tres tantos del final, Bengoetxea VI, trabajador, artista, gigante, trazó el epílogo. El derrocamiento supo a gloria. El imprevisible navarro sumó un disparo perfecto, un gancho a vuelta del saque y una dejada en el aire, en un final de agonía, y cerró el partido para ungirse en el Bizkaia de Bilbao. Bautizado por el fuego en 2008, contra pronóstico, Oinatz volvió al título. Astucia y tajo en un partidazo. La velocidad contra la fábrica. Peón a jaque mate. Oinatz contó que era un David contra Goliat y no el final de la historia ni quién acababa ganando. El Coliseo quiere héroes.