BLOCKHAUS - “He subido como he podido. Con una pierna”. Era el epitafio de Mikel Landa sobre la lápida que se convirtió para él la penosa ascensión al Blockhaus. La frase del murgiarra entierra su Giro de Italia, tras perder más de 26 minutos en la cima de la mole por culpa de una caída que provocó un policía motorizado antes de que arrancara la subida. El caos que se desató entonces dio sepultura a las opciones de Landa. La carrera rosa es una agujero negro para el alavés, que concluyó el día envuelto en dolor a la espera de la evolución de hoy, jornada de asueto en el Giro y que servirá para amainarle los golpes y descansar. Junto a él, también cayeron en desgracia Geraint Thomas, que se dejó más de cinco minutos, o Adam Yates, que perdió más de cuatro. Los tres se vieron involucrados en el infame episodio. Ante semejante disparate cabe preguntarse ¿qué hacía una moto de la policía parada en una carretera sin arcén cuando el pelotón iba lanzado a su encuentro con el Blockhaus? Probablemente nunca se sepa porqué motivo al policía motorizado se le ocurrió quedarse allí parado, como un obstáculo, un peligroso mojón con el que se estrellaron las esperanzas de Mikel Landa. Lo que sí se conoce son los irremediables daños provocados por tamaña imprudencia: la quiebra del Giro del centenario, alicaído tras perder a Mikel Landa, Geraint Thomas y Adam Yates para la esgrima de la general. Una locura inaceptable.
Ellos fueron los más perjudicados de la caída provocada por la moto de un policía que jamás debió de estar allí, con los ciclistas tensos, buscando cualquier rendija. A un palmo del temible Blockhaus, la montaña que juzgaría a los favoritos, el Giro saltó por los aires por una sacudida vergonzosa. Terremoto en los Abruzzos. Las consecuencias de la caída, después de que Wilko Kelderman golpeará la motocicleta y pusiera en marcha el mecanismo diabólico del dominó, desnaturalizaron por completo el Giro, cuya credibilidad y linaje queda profundamente tocado tras la herida abierta ayer. Fotografiado el Giro en una imagen indignante, impropia de una carrera con semejante jerarquía. El Giro se sonrojó. De vergüenza. Alguien en la organización de la carrera tendrá que dar explicaciones. Se antoja igualmente imprescindible un ejercicio de autocrítica y una profunda reflexión para que episodios tan lamentables no vuelvan a producirse. La seguridad de los ciclistas no puede verse amenazada por maniobras injustificables y situaciones del todo evitables.
A Mikel Landa, que se fue al suelo, golpeado y baqueteado por un tremendo despropósito, se le hizo añicos, roto en mil pedazos, el sueño rosa que perseguía con ahínco y que había preparado durante meses. Fundido a negro para Landa. El murgiarra, sensiblemente tocado tras la tremenda caída, llegó a más de 26 minutos a la cima del Blockhaus, donde padeció un calvario, el cuerpo molido por la lija de la carretera y el puñetazo doliente y lacerante recibido en la moral. Vapuleado por dentro y por fuera. Noqueado por la incomprensión. El murgiarra, que fue de los primeros en levantarse tras el desplome de media docena de corredores -el Sky fue el más perjudicado- se agarró al orgullo de campeón y al coraje que le cubre cada centímetro de piel para poder trepar la montaña, que por la mañana veía como una aliada, un lugar en el que expresar su ciclismo. A media tarde, su gesto era el de la rabia y la más profunda decepción. En la entrañas de Landa palpitaba la ira de verse fuera de foco por culpa de la ocurrencia de un policía, que ni sirvió ni protegió. El destrozo causado por la motocicleta eliminó a Landa, Thomas y Yates, tres ilustres que pretendían la maglia rosa en un día rotulado en rojo, que desangró al Giro. Landa, Thomas y Yates, desterrados al olvido de la carrera por una estúpida y peligrosísima decisión de un policía.
Exhibición de quintana Ese golpe desfiguró por completo el rostro del Giro, que se quedó feo y chato. Un espanto. Solo la sonrisa terapéutica de Nairo Quintana, monarca absoluto en el Blockhaus, alumbró como una luciérnaga en la noche más cerrada. En la corona de la montaña, el colombiano fue el rey. Retrató su hegemonía con el dedo índice, señalando una victoria sin mácula que le enfunda de rosa, como en esas estatuas ecuestres que lo mismo sirven para mayor gloria de los dictadores o como agasajo de los libertadores. Las piedras no hablan. La montañas, sí. El vuelo del cóndor de Quintana sobre los Abruzzos superó a todos. Solo Dumoulin y Pinot se aproximaron al resplandeciente Quintana y cauterizaron el corte de la navaja afilada de Nairo con medio minuto. La resistencia del resilente Nibali cedió antes. Perdió un minuto en la cumbre. El Tiburón se quedó sin aire cuando Quintana, a toque de corneta, le exigió al máximo y Nibali desafinó. Un gallo sin Eurovisión. El siciliano sostuvo la melodía en los primeros trallazos de guitarra de Nairo, hasta que el líder del Movistar pasó al solo. “He sido demasiado generoso al comienzo”, dijo Nibali. Ni el entusiasmo de Pinot, recobrado su espíritu montañero, ni el metrónomo de Dumoulin, fantástica su ascensión, pudieron poner un dique de contención a las oleadas de Quintana, mar bravo.
El colombiano, ciclista alado, deprendido al fin de la máscara de prudencia y camuflaje que le cubrió el rostro en el Etna, avivó la caballería del Movistar una vez el socavón de la montonera había devorado a Landa, Thomas y Yates, enganchados desde entonces a la supervivencia, la pena y el quejío. En la despensa de Quintana, enrejado en el maillot, preso el gaznate, solo había lugar para la abundancia. El Movistar se disponía para el banquete como en esos días de picnic en el que se acumula más comida que comensales. Apenas había una docena de invitados alrededor de la mesa. Recordaba la estampa a La última cena que pintó Da Vinci. En la garganta del Blockhaus hubo que tragar saliva ante un Nairo que silbaba. En la montaña se condensaron Quintana, Pinot, Dumoulin, Pozzovivo, Mollema, Kruijswijk... y se desprendía el rosa de Bob Jungels, aplastado por los tabiques del Blockhaus. Rosa palo. El bastón de mando era el de Quintana, que gestionó la ascensión sin titubeos. Dejó que Anacona desbrozara el camino antes del monocultivo. Las montañas son su latifundio. Su hogar.
En el desafiante Blockhaus venció Eddy Merckx en el Giro de 1967. Fue la primera dentellada de El Caníbal. Quintana tiró del hilo de la historia, en el que también encontró a José Manuel Fuente, el Tarangu, un escalador sin igual. De ese árbol genealógico brotó la exhibición del colombiano, que alzó la voz con la boca cerrada. Quintana, sereno, con esa pose hierática de los monarcas que acuñan monedas, dominó cada pulgada de la subida, festoneada la lengua de asfalto por el verde de la pradera y un ramo de árboles. Varios cuerpos por encima del resto, Quintana descargó sobre Nibali, que cerebral, el pulso frío, pudo domarle un par de veces hasta que al siciliano se le abrieron las costuras en el tercer impulso de Quintana. Nibali quedó deshabitado. Pinot le restregó su ambición. Al igual que Dumoulin. Mollema se empleó con diligencia.