- En Amets Txurruka (10 de noviembre de 1982, Etxebarria) siempre acampó una sonrisa, incluso cuando le dolió tanto el cuerpo, y fue muchas veces, por culpa de las caídas. Las lesiones tuvieron querencia por el liviano vizcaíno, uno de los tipos más queridos del pelotón, que se tacha del profesionalismo después de que no fructificara ninguna opción para reanudar su camino, repleto de cariño. “Probablemente, sentirme querido por la afición haya sido mi mejor victoria”, argumenta Txurruka cuando baja la persiana de su historia sobre la bicicleta. El buen humor no se desprendió de él ni cuando le arrastró el mal fario, que le descabalgó demasiado. Inconformista, luchador, nunca se dejó vencer Txurruka por el lacerante asfalto y por su colección de radiografías, suvenirs que pertenecen a su álbum de fotos. Se cayó mucho, pero se levantó siempre. Con más impulso, si cabe. Por eso, ayer, en el día que anunció su adiós mediante una carta abierta -“algo que he meditado durante bastante tiempo”, expone el ciclista-, en Txurruka no asoma el hilo del pasado, si acaso algún hilo para la nostalgia y las vivencias de once años en el profesionalismo “Han pasado once años. El número once en euskara significa abundancia y la verdad es que han sido muchas las alegrías vividas, pero también las dificultades superadas. Entre ellas varias lesiones, cierto que ninguna grave, pero el cumulo de ellas junto con diferentes adversidades han hecho mella. Aunque el camino no haya sido fácil, considero que el ciclismo me ha aportado mas de lo que yo le he podido dar”, confiesa el de Etxebarria en uno de los párrafos de su carta.
“No soy de mirar para atrás, me gusta mirar hacia delante. Ahora empiezo una nueva etapa”, desliza a DNA tras apagar su vida de ciclista profesional, desde aquel bisoño que se enfundó de rojo en el Barloworld hasta el veterano que dio sus últimas pedaladas en el Orica. Entre un punto cardinal y otro, Txurruka fue naranja, el color del añorado Euskaltel, y vistió la casada del Caja Rural después. Tal vez por el entusiasmo y optimismo que desprendía, porque no le gustaba girar la vista atrás, a Txurruka se le recuerda en fuga, como si se sintiera atrapado en la claustrofobia del pelotón. Un ciclista valiente. “He sido corredor de equipo y sí, me gustaba intentarlo y buscar las fugas”, desgrana Txurruka, cuyo palmarés es corto, -conquistó la Vuelta a Asturias, más una etapa en 2013; venció en el Tour de Gévaudan Languedoc-Roussillon y se hizo con una etapa del Tour de Noruega y otra en el Tour de Beauce en 2015-, pero su recuerdo es largo.
“Aun siendo un ciclista sin mucha clase, me habéis hecho sentirme a la altura de los más grandes, no tengo más que palabras de agradecimiento para describir el cariño que he recibido por vuestra parte. Me habéis enseñado que las victorias son dulces pero que no hay mayor victoria que el sentirse querido”, expone Txurruka en su misiva. Fiel gregario, el vizcaíno supo degustar el espíritu mosquetero, saborear la gloria de los sorbos entre camaradas. “No he sido un ganador, pero siempre he sentido las victorias del resto de compañeros como propias, como parte del equipo”. A esa estirpe pertenece el día en que él y Mikel Nieve, que compartían la zamarra naranja de Euskaltel, se alistaron a una “locura” durante la Vuelta a España de 2010. “Ganó Mikel, pero el triunfo lo sentí como un victoria mía, algo que pertenecía a todos por cómo trabajamos”. En la etapa reina con final en Cotobello, Mikel Nieve accedió a la escapada buena de la jornada con la inestimable ayuda de Amets Txurruka atacando a más de 50 kilómetros de meta y uniéndose finalmente con otro compañero de equipo, Juanjo Oroz, que marchaba en un grupo delantero. Oroz y Txurruka trabajaron en favor de Nieve, que pudo levantar los brazos al completar un magnífico tajo en equipo.
el podio de parís Antes, apenas un año después de su debut profesional en el Barloworld, a Amets Txurruka se le erizó la piel. La adrenalina y la emoción le recorrieron el cuerpo una tarde de julio de 2007. El chico de la eterna sonrisa debutaba en el Tour y se encontró en el centro del universo ciclista. Concretamente, en su corazón, en el podio de los Campos Elíseos de París, un lugar sagrado y que muy pocos ciclistas han sido capaces de pisar. En la inmensidad de la gran avenida del ciclismo, el 29 de julio, asomaba el enjuto Amets Txurruka como el Principito en la Luna. En la escena, -“como si se tratase del sueño más dulce que podría tener un ciclista, pude emocionarme al verme en los Campos Elíseos”, agrega Amets Txurruka-, vestía el maillot blanco de la combatividad del Tour. Esa imagen, probablemente, condense lo que fue Amets Txurruka, un hombre siempre dispuesto para el combate que saboreó su primer triunfo en la Vuelta a Asturias de 2013. Más vale tarde que nunca. Después se embolsó un par de etapas. Su mejor botín, el más preciado, no se encontraba en la alfombra roja que lleva a los podios. Lo suyo fue ser uno de los campeones de la cuneta. En eso, pocos mejores que él. El sueño de todo ciclista, ser querido y recordado.