CASTROVILLARI - Al Giro de la pompa, el boato y la celebración, el del amor infinito y las cien ediciones, le está salvando el paisaje de la museística Italia. También le está dando algo de lumbre el decoro de aquellos que nacieron en los 90 y que se esfuerzan en dar cierto relieve a una carrera amodorrada porque la última semana es un espanto de dureza, un infierno en vida. Tarde o temprano llegará al calvario, pero hasta entonces se trata de disfrutar. ¿Qué sentido tiene darse prisa cuando se sabe que espera el horror? Entre tanto, los días caen con el deje del otoño, con la hoja de una victoria como la de Dillier, capaz de derrotar a Stuyven en un sprint narigudo tras una mastodóntica escapada. En mayo, en la explosión de la primavera, el Giro se ha atado a un lema imbatible. lI dolce far niente o el placer de no hacer nada salvo ver pasar las horas que se estiran como los relojes blandos de Salvador Dalí.
El arte de la contemplación no es sencillo. Requiere calma, madurez y grandeza. Convivir con el aburrimiento no está al alcance de todos. Menos en los tiempos de la desesperación y la multitarea, donde se venera el estrés. Para combatirlo, surgieron las termas, los balnearios y otros destinos similares, lugares capaces de relajar el cuerpo y de refrescar el espíritu. El Giro bracea en esa piscina terapéutica para el alma, donde solo los más jóvenes y traviesos rompen la calma con sus aguadillas y su saltos a lo bomba, que salpican y mojan. Los más sabios juegan a hacerse los muertos y a flotar. Se trata de no tragar agua, de no hundirse.
Bob Jungels, el líder, es otro joven. Él espera que la nieve se adueñe de Blockhaus, tal vez porque le asusta el gigante del domingo y le gustaría que se congelase una carrera que hiberna. Bajo el sol gustoso, tierno como un peluche, tornasolado el pelotón con el viento de cola por la costa mediterránea y sus efectos hipnotizantes, Stuyven, Pedersen, Dillier, Pöstlberger y Adreetta se lanzaron de cabeza y para nadar con entusiasmo durante una travesía de 200 kilómetros. Un océano por delante. El pelotón, con las piernas en barbecho, dejó el río llegara a la mar, que crecieran las flores porque mayo sin las flores no se entiende y el Giro, sin el sopor, tampoco. Los días rosas se acumulan con los favoritos mirándose, contemplando los gestos, intentando descubrir los pensamientos. Parlamento mímico. Así discurren Quintana y Nibali, que prefiere no hablarle. Landa, Thomas, Yates, Dumoulin y los otros prefieren no expresarse porque todo lo que se gasta en los días de excursión es un dispendio en las jornadas de pasión.
Solo el Quick-Step, que traslada la percha del líder con la solemnidad con la que se izan las banderas, arengó una pizca el paso para lijar la renta de los fugados, que entraron en la desembocadura de la etapa con tiempo suficiente para disputarse el triunfo después de recrearse en la belleza que se amontona en Italia, un país que es un botín de un barco pirata de tantos tesoros que acumula en las bodegas de su memoria. Pedersen, caballo de batalla del Trek, escudero de Stuyven, se quedó sin pila arando para la siembra del belga, cuarto en la París-Roubaix, el más rápido del grupo. Andreetta también perdió gas y en los lazos, las horquillas que unían un descenso bello y aterciopelado, despidió sus opciones. Se quedó sin lazada.
“no lo puedo creer” Atados los jerarcas de la carrera en su nudo de espera, en la cháchara, los fugados, Dillier, Stuyven y Pöstlberger se dirigían hacia el pueblo termal tras atravesar Guardia Piamontesa Marina, un reducto que refugiados valdeses del norte, una secta excolmulgada de la iglesia cristiana y adherida al calvinismo, fundó en 1200 para mojar los pies en sus playas negras y en el que todavía se comunican en provenzal. El vaso comunicante se le resquebrajó a Pöstlberger, primer líder del Giro. El austriaco se quedó tieso cuando el final sacó pecho y se puso respingón. Se hablaba con los ojos. El idioma de la miradas. Dillier, un suizo, desenfundó en la hora exacta. Stuyven trató el remonte. Salmón. Le faltó impulso. Ahogado en la orilla. “Tenía que jugar mi baza, saltar por sorpresa, y me salió bien. Derrotar a Stuyven es una locura, todavía no lo puedo creer”, expuso Silvan Dillier, que chapoteó de alegría en el balneario mientras los favoritos se envolvían con el albornoz del sosiego.